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Artículos de Eduardo Garza Cuéllar

  1. De vagabundos, fantasmas y peregrinos

    De vagabundos

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    A las mujeres de La Patrona

    Si como propone Margarita Garza, la migración es un ritual de paso contemporáneo en el que se suceden las fases preliminar, liminar y postliminar, México constituye para los transmigrantes centroamericanos una frontera de tres mil kilómetros en la que se viven las aspiraciones y sentimientos propios del segundo momento del proceso: el silencio, la incertidumbre, el miedo.

    Empujados por la carencia e imantados por la esperanza, miles de seres humanos cruzan diariamente el territorio mexicano aspirando simplemente a la invisibilidad, ansiando acelerar el tiempo, suspendidos en él, conteniendo su tránsito por la historia en un estado de latencia voluntario. En realidad son fantasmas. Se trepan entre los vagones de los trenes de carga soñando con reactivar –algún día no muy lejano, ya en la tierra prometida, en los Estados Unidos- un impulso vital puesto momentánea y voluntariamente entre paréntesis.

    Pero los fantasmas también necesitan alimentarse. Su paso por México puede durar meses y está (lo sabemos ahora gracias a la acción profética de los scalabrinianos, de Solalinde) asediada por peligros y abusos indescriptibles.

    Los más débiles, los miserables, los olvidados son objeto de las peores vejaciones, objeto de extorsión, moneda de cambio, ingrediente estadístico, objeto de estudio: finalmente objetos.

    Uno de estos fantasmas sorprendió en 1998 a las hermanas Romero Vázquez que caminaban cerca de las vías del tren en su pueblo, apodado la Patrona, en Veracruz. Hasta entonces habían creído que los hombres que se transportaban entre los vagones eran simplemente aventureros o vagabundos.

    – Dame de comer, madre, imploró el fantasma.

    Sorprendidas y asustadas, las hermanas cedieron a este peculiar viajero su mandado: el pan y la leche que llevarían a sus casas.

    En la reunión dominical de su familia –abierta, matriarcal, encantadora- decidieron atender el llamado. Una de las hermanas ofreció ayudar con los frijoles, otra con el arroz.  Como nadie se animaba a poner lo más dispendioso, doña Leonila, su mamá, se ofreció para comprar las tortillas.

    Prepararon diez “lunches” y salieron al paso del tren, para ofrecerlos a los que –ya para siempre- dejarían de ser fantasmas o vagabundos para adquirir la identidad de peregrinos.

    Regresaron a su casa frustradas. Eran mucho más que diez. Tenían hambre.

    Ellas se organizaron, convocaron, crecieron. Entendieron su vocación y la atendieron.

    Desde entonces acopian, cocinan, recolectan y empaquetan diariamente para salir al paso de los trenes –de todos los trenes- que van de sur a norte.

    Los trenes en México –ya nos lo había dicho Arreola en El Guardagujas– pueden pasar a cualquier hora. El número de migrantes que transporta cada uno es impreciso. Además, mientras hay maquinistas que, en un gesto de complicidad con las mujeres, se anuncian con tiempo y desaceleran discretamente, otros aceleran y evitan al máximo el uso del silbato. Se trata pues de estar siempre alerta, de tener paciencia. Ellas reconocen el silbato de los trenes que van al norte del de los que van al sur. De estos últimos, ni se inmutan.

    Cuando se anuncia el tren que sube, se activa la fiesta. Las mujeres, que repiten cotidianamente la multiplicación de los panes y los peces, cargan a toda prisa sus carretillas y salen al encuentro de los migrantes.

    En el momento en que los alimentan al paso del tren, ocurren milagros, actos sencillamente fascinantes, pequeños triunfos del Reino, encuentros momentáneos que alcanzan la estatura de lo Eterno, reivindicaciones de la dignidad, humanidad pura.

    Su obra no aporta nada al PIB ni cambia la condición migratoria de los centroamericanos. No incrementa sus posibilidades de cruzar nuestra frontera norte para ingresar a los Estados Unidos. En el sentido más llano del término se trata de un acto inútil. En ello radica la maravilla.

    Quien haya participado del ritual, el que las haya acompañado a Las Patronas un solo día para renovar el sacramento, aunque sea tan solo por curiosidad, cualquiera que haya sentido la imponencia de la bestia y al que a su paso un migrante haya arrebatado una bolsita con arroz rojo o un atillo con tres botellitas de agua puede dar cuenta de este acto de amor femenino, entrañable, definitivo.

    Cada vez que un migrante es alimentado por las patronas se renueva un sacramento, se altera favorablemente el ritmo del cosmos, se puede significar toda una vida. Si para muchos, los transmigrantes son objetos, las mujeres de la Patrona  reconocen cotidianamente (el alimento es sólo un símbolo de ello) su condición de seres humanos.

    Lo demás es simplemente la historia que se fue escribiendo desde la fidelidad a un llamado al mismo tiempo esperado y sorpresivo. En uno de los momentos en que las tortillas subieron de precio, a alguien se le ocurrió negociar con las tiendas de Soriana para recoger la merma de pan de sus panaderías, se sumaron más mujeres, hubo quien prestó una camioneta, el patio se fue convirtiendo gradualmente en cocina, en lugar de reunión, en fiesta. El compromiso les ha permitido conocer más de la vida de los migrantes; vincularse con otros de los muchos –Alejandro Solalinde es uno de ellos- de los que les brindan una mano en su paso por México; compartirles cuando es posible una hojita con información sobre sus derechos y sobre los sesenta albergues dispuestos para ellos a lo largo del país: otro tipo de alimento.

    A su alegría se han acercado voluntarios itinerantes, otras mujeres de la familia, curiosos, reporteros, cineastas, grupos de jóvenes y estudiantes, pero la obra mantiene la frescura de lo nuevo, la naturalidad y la vitalidad de lo que no se ha institucionalizado. Se ubica justamente en las antípodas de la burocracia.

    Para Norma –líder del esfuerzo, dueña de la casa verde que es también papelería y queda a una cuadra de la vía, una de las hijas de doña Leonila- la vocación quedó sellada una noche en que el tren, extrañamente, se detuvo en su pueblo y un grupo de migrantes le imploró que atendiera a uno de ellos que había sido brutalmente agredido por los maras por defender la integridad de su esposa.

    Era un hombre de raza negra. Lo descolgaron sangrante, hirviendo en calentura, del techo de un vagón detenido en medio de la noche. Dos compañeros sostenían sus brazos abiertos, otros lo esperaban en el piso, para sostenerlo. La veracruzana contemplaba la escena consternada. La imagen de aquél agonizante se convirtió en la señal que esa mujer creyente había implorado.

    Al descendimiento de la cruz, sucedió la piedad: lo llevaron muertas de miedo a varios lugares en que le negaron atención médica hasta que decidieron llevarlo a su casa. Cauterizaron sus heridas con sal y le procuraron los medicamentos que alguna enfermera le prescribió. Días después, cuando finalmente pudo restablecerse, continuó su camino hacia el norte.

    Luego supieron por un telefonazo que ese hombre hondureño, a diferencia de otros de sus compañeros de aventura, no había alcanzado los Estados Unidos. Pero esa llamada fue la excepción. Las mujeres de la Patrona normalmente desconocen la suerte de sus asistidos. Ellos por su parte, si las encontraran en la calle, no podrían reconocer a las samaritanas que honraron su humanidad.

    Es posible sin embargo que, como Saint-Exúpery, ellos se sientan llamados a corresponder a las mujeres que salvaron su vida en el rostro de los muchos necesitados que se crucen en su camino. Si esto ocurre, los peregrinos estarán esparciendo a su paso una vida más a la altura de lo humano; en la marginalidad se encenderá una pequeña luz capaz de alcanzar al mundo.

  2. Intuir y comprobar: Crónica tardía de un necesario encuentro

    intuir y comprobar

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    Para Vicente Leñero,
    novel académico, poeta veterano.

     Hay veces en que la vida nos regala un hallazgo fundamental de manera contundente, sublime e indolora. No se trata necesariamente de un conocimiento nuevo; en ocasiones es algo que habíamos asimilado a nivel conceptual, pero que cae de manera gozosa e implacable en el terreno del aprendizaje significativo y de lo vivencial: se transforma entonces en certeza, se convierte en definitivo.

    Por su gratuidad y su fuerza, dichas ocasiones son verdaderas fiestas que, como tales, se gravan de manera indeleble en nuestra experiencia y se recuerdan con fruición durante años. Tal fue, en mi caso, la historia de una cena.

    Yo había oído hablar del conocimiento por connaturalidad. Sabía que podemos acceder a la verdad ya sea por una larga cadena de razonamientos atados por la lógica o por el regalo inmediato de la intuición. Que la primera opción -dilecta de la modernidad- es la apuesta de las ciencias, del método, de la teología. Que la segunda es nota constitutiva de la mística, el arte y la poesía, al tiempo en que funda toda metafísica. Había escuchado, hasta en los programas radiofónicos de autoayuda, que el ámbito de la racionalidad se asocia neurológicamente con el hemisferio cerebral izquierdo y el otro con el derecho. Todo esto lo sabía. Pero la existencia me lo ratificó vívida y definitivamente.

    Paco Prieto acababa de publicar una novela sobre los usos y costumbres de la política en México[1], sobre la manera en que el poder se distrae de su vocación para corromper lo más sagrado: la palabra, el vínculo amoroso, el erotismo. Como apasionado de la existencia que es, se había inspirado en la relación real, extramatrimonial, que un presidente de México sostuviera en pleno ejercicio del poder con la que fuera esposa del hijo de su antecesor.

    Por manos de mi hermano, el libro llegó a las de un amigo médico que al día siguiente se lo había bebido. A este psiquiatra prominente, de formación eminentemente científica, le intrigaba la fuente que había permitido al novelista describir con tal detalle sucesos que él había constatado, incluidas precisiones sobre la conducta de la protagonista, sobre su personalidad, su estilo neurótico y su psicología específica.

    A su curiosidad correspondimos congregando a una cena en la que novelista y médico pudieran encontrarse.

    Al principio, mientras se incorporaban mis hermanos, Paco y yo interrogamos al psiquiatra sobre la relación del suicidio con la bipolaridad (la muerte de David Silveti, a quien habíamos entrevistado meses atrás en la misma sala, nos seguía atormentando). Él nos explicó que la máxima probabilidad de suicidio no se da tanto en el peor momento de la depresión -en el valle anímico- sino en el momento inmediato siguiente…

    Luego llegaron mis hermanos e imprimieron toda su calidez a una reunión, que era además agradecimiento a un médico tan significativo para nuestra familia. Mi esposa -itinerante, chispeante- puso su invaluable ingrediente de espontaneidad y el encuentro fue un crescendo de emotividad en la medida en que todos le aportaron su mejor don, incluido por supuesto el de la dulzura inteligente de Alicia.

    Pasamos a la mesa. Fuimos descubriendo con un gozo creciente a quienes conocimos esa noche. Tejimos algunos vínculos, reconocimos querencias y referentes comunes. No recuerdo que, a pesar de Paco y de Analú, hayamos hablado sobre la comida…

    Llego finalmente el momento en que la curiosidad del hombre de ciencia encontró su oportunidad o, quizás, no pudo contenerse más. Desde una pausa que todos esperábamos, emergió con su singularísima y entrañable manera de hablar: – Yo quiero preguntarle a Paco de dónde obtuvo la información que revela en su libro.

    El novelista se encogió de hombros. No había tenido acceso a ningún archivo privilegiado. Nadie la había filtrado información alguna. Su única fuente habían sido algunas notas periodísticas aisladas a las que cualquiera hubiera podido tener acceso. Lo demás lo había sugerido el propio proceso creativo, ese cuyo paradero desconoce el verdadero creador cuando inicia una obra. Todo –hasta los detalles conductuales más precisos- había sido derivado de una compenetración profunda con la psicología de su personaje por la vía de la connaturalidad, la compasión y la empatía.

    Su deslumbrante intuición -aunada a la descripción intensa e imprecisa de su experiencia creativa- hubiera retado al más fanático de los positivistas. El psiquiatra, quien pudo haberse defendido, se rindió casi inmediatamente ante la evidencia de una luz cuyo origen era inexplicable para su paradigma.

    El escritor, de quien había yo aprendido la frase el científico busca, el artista encuentra, no se limitó a dar testimonio de ella. Refirió en la mesa, como lo hace en su obra, que tocar la existencia humana en sus límites invita necesariamente a la redención y al perdón, que no es lícito para el novelista tocar el dolor a medias y que llevarlo a sus últimas consecuencias supone regresar a la compasión que en el fondo –Marcuse dixit- es el motor de todo ejercicio crítico. Es muy difícil ser un novelista creyente, pero imposible ser uno ideológico y bienintencionado.

    Los demás simplemente celebramos lo que estaba pasando frente a nuestros ojos. Dos paradigmas de tan diversa estirpe (que sin embargo por siglos han dado muestras de querer encontrarse en algún punto del camino) reconocían, como viejos amantes separados, necesitarse y poder complementarse. Un médico y un poeta reconocían ante nuestros ojos que, antes de serlo, eran profundamente humanistas.

    Era como si un obcecado rinoceronte positivista finalmente se rindiera frente a la frescura y la magia de un joven poeta, al tiempo en que éste homenajeara la disciplina metodológica de aquél, volviéndola también objeto de su irredenta curiosidad[2].

    Si los artistas y los científicos, los místicos y los teólogos, los metafísicos y los teóricos del conocimiento, los poetas y los académicos, incluidos los de la lengua, hubieran presenciado esta reunión; si, como nosotros, se hubieran contagiado de este encuentro al grado de querer replicarlo frenética e indefinidamente, si la razón y la intuición se permitieran al fin danzar, entonces -estoy seguro- los recursos intelectuales de la especie humana estarían finalmente a la altura de sus retos y de su vocación histórica.


    [1] Prieto Francisco, El poder de la quimera, Aldus.

    [2] ¿Es este ejercicio circular el ideal de la hermenéutica?

  3. Despedir al entrañable

    despedir al entrañable

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    Aunque alguna vez dijo que en su epitafio bastaría con poner “contemporáneo de Serrat” es mucho más y muy distinto lo que Germán Dehesa nos inspira hoy.

    Mexicanísimo, omnipresente, necesario -como el café- en el desayuno, creativo, lúcido, quijote de todas las causas, irónico, noctámbulo, seductor, irreverente, tierno, libre, sincero y digno, entrañable, Germán Dehesa murió en septiembre del 2010 en su casa de la ciudad de México a los 66 años de edad. La noticia corrió como pólvora encendida y conmovió profundamente a sus lectores, que éramos todos.

    Nos ayudó a pensar México, a entendernos. Nos encontramos en sus palabras, en sus insospechadas asociaciones, en sus expresiones libres, poéticas, humorísticas, insólitas. A diferencia de la mayor parte de los columnistas mexicanos, no sabíamos qué pensaría de cualquier cosa antes de leerlo. Más allá de paradigmas partidistas e ideológicos, libre incluso del yugo de lo políticamente correcto y de sus filias y sus fobias personales (las que ostentaba humorísticamente), tuvo el don de la lucidez y de la inteligencia.

    Nunca asumió la carga ni el supuesto privilegio de ser líder de opinión. De hecho, detestaba ese término y cualquier otro que implicara solemnidad o verticalidad. Cada quien tendría que asumir la responsabilidad de sus opiniones para, en todo caso, pulirlas o transformarlas en el diálogo. Del proceso como él mismo construía sus juicios y sus compromisos, daba cuenta en su pensamiento cotidiano. Compartía igualmente posiciones maduras, como opiniones, preguntas o simplemente expresiones de asombro, indignación, admiración o gozo. Muchas veces, frente a nuestros ojos, lo que fuera una intuición se fue desarrollando hasta derivar en un compromiso definitivo.

    Tuvo como nadie la capacidad de involucrar en la acción, creativa y alegremente, a las más diversas personas para las más diversas causas. En alguna ocasión se propuso llenar de víveres el avión Hércules que un secretario de defensa le había prestado para asistir a mexicanos en desgracia. Parecía una desproporción, hasta para él. Su entusiasmo desencadenó una epidemia que terminó llenando el avión ¡seis veces!

    Nunca se doblegó frente al poder. Cuando tuvo que pagar el precio de su libertad, lo hizo digna y gustosamente.

    Todo eso nos lo contaba. En todo eso nos ganaba en calidad de cómplices. Terminaba, seguramente sin pretenderlo, educándonos en la alegría, la solidaridad y el compromiso.

    Fundamentalmente, cultivó la “cuatitud” a la que reconocía como la más venerable de las instituciones mexicanas. Lo hizo con sus amigos de muchos años, así como con los muchos que iba encontrando en el camino. Lo hizo también, como nadie, con sus lectores. A todos, nos invitaba diariamente a la fiesta de la vida.

    Además lo hacía mexicanísima y coloquialmente. Las expresiones con las que esta tierra lo alimentó y otras más, inolvidables, acuñadas por él mismo, se convirtieron en el lenguaje con el que muchos hablábamos  y con el que nos interpelaba. Fue quizás, como reconociera el diario español El País, el más interactivo de los cronistas mexicanos. Como tal, transformó y se dejó transformar en el ejercicio del diálogo. En no pocas ocasiones desarrolló largos alegatos, no exentos de sarcasmo, con algunos de sus lectores, que terminaron convirtiéndose en sus amigos forzados y en personajes de sus columnas. Recuerdo a la señora potosina que, muy amablemente, le solicitó que dejara de hablar de su vida familiar en su columna y a un “zierto Zertuche”, priísta.

    Las reacciones que se han suscitado por su muerte dan cuenta de la riqueza de su aportación a México y de su polivalencia, así como de la dificultad de contenerlo en un solo paradigma ¿qué era Germán Dehesa? ¿Periodista?, ¿lector?, ¿cronista?, ¿profesor?, ¿escritor?, ¿dramaturgo?, ¿universitario?, ¿activista?, ¿aval de las mejores causas?, ¿conferencista?, ¿analista político?, ¿humorista?, ¿todas las anteriores?

    Más allá de nuestra necesidad de enmarcar y medir la trascendencia de una biografía (y de lo que el tiempo pueda hacer en ese sentido), podemos estar seguros de que su libertad le permitió encontrar un lugar en la historia contemporánea de México para convertirse sencillamente en alguien irremplazable e incomparable.

    Su singular forma de volverse entrañable deriva de su ser lúdico, de su sentido del humor, de su uso del lenguaje y de la invicta capacidad de asombro que le permitía referir igualmente lo histórico y lo doméstico, cuestionar la jerarquía entre lo extraordinario y lo cotidiano, lo público y lo íntimo.

    Estableció caprichosamente la frontera entre sus vitrinas y sus archivos. Conocer a los suyos no dejaba de avergonzar a los púdicos. Les llevábamos ventaja. Algo sabíamos de sus apodos, sus manías, sus remodelaciones, sus calcetas verdes, sus humores, sus viajes y sus lugares.

    Cultivó el humor en su sentido más profundo, ese cuyo parentesco con la religiosidad evidenció Kierkegaard. Sólo quien intuye ser pariente de lo Eterno puede reír de su enfermedad y hasta ¡de su muerte! Y es en ese sentido en el que Germán  fue un hombre profundamente espiritual, incluso maestro de ligereza y espiritualidad. Dos veces pude decírselo en su cara. Las dos veces correspondió al piropo con una sonrisa de complicidad, de las suyas.

    Quizás por eso le dolieron tanto las personas sin gracia, ¡los desgraciados! Con la misma naturalidad con la que criticaba a los poderosos y desmitificaba a los falsos profetas, honraba a los mexicanos sencillos y a las víctimas de la injusticia. Hubo en él un espíritu amoroso que supo, simplemente, mirar a las personas.

    Entre los infinitos “decires” de este contemporáneo de Serrat, destaco uno que alguna vez me regaló cariñosamente, al despedirse de mí: ¡no hay amigo pequeño!

  4. De la peregrinación a la elíptica. El desplazamiento de la pre a la posmodernidad

    de la peregrinación

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    Para Kiwi, peregrino, contemporáneo.

    México –un país a la vez premoderno, moderno y postmoderno- exhibe cotidianamente a nuestro asombro los usos y costumbres de estos tres diferentes momentos de la historia. Nos ofrece incluso escenas que revelan la manera sorprendente como sus cosmovisiones coexisten en un mismo territorio. En nuestras rutas confluyen turistas, migrantes, peregrinos y hombres de negocios generando, entre muchas otras cosas, conflictos de tránsito que rayan en el surrealismo. Todo el país es una gran plaza de las tres culturas polivalente, inverosímil y fascinante, especialmente a los ojos de los extranjeros, los niños y los filósofos.

    Peregrinos, turistas y ejecutivos no sólo se desplazan en medios de transporte distintos y a diferentes velocidades. En realidad son poseedores de una noción diferente del tiempo, del camino y del destino. Dan al caminar un significado radicalmente distinto. Pueden transitar las mismas vías, carreteras o rutas –incluso chocar- pero difícilmente trascender el eventual encontronazo para dar paso al encuentro.

    El peregrino encarna la cosmovisión medieval. Nunca camina solo. Al igual que en la tradición bíblica, el pueblo es el sujeto de la historia.

    Su transitar tiene siempre un sentido espiritual, simbólico de la vida misma. No sólo marcha al encuentro con Dios; Dios mismo lo acompaña en el camino de la vida. En estricto sentido, más que recorrer la historia, la deja atrás; transita de la patria terrenal a la Celestial, de la historia a la Eternidad, de la narratividad a la simultaneidad, del transcurrir al acontecer.

    Su tiempo ya no es -como el de los estoicos, como el de los antiguos- circular, sino lineal: específicamente, ascendente. El camino cuenta tanto para él como el destino (a nadie se le ocurriría dan aventón a un peregrino, quien nunca lo aceptaría). Camino y destino se hermanan en un solo sentido. El peregrino descubre en la comunidad marchante encuentro y Eternidad.

    El turista por su parte encarna las aspiraciones y valores de la modernidad. Su tiempo es lineal como el del peregrino, pero su destino, a diferencia del de éste, está claramente ubicado en esta tierra. Ha dejado atrás el teocentrismo, para abrazar el geo y el antropocentrismo. Va en pos de escenarios ideales para momentos perfectos. Asocia cada lugar con una vivencia. Sabe que puede nunca volver. Teme que al hacerlo pudiera diluir la intensidad de la primera experiencia. Conoce el carácter irrecuperable del pasado. Hay algo de fetichismo y de conservadurismo en él. Por eso colecciona souvenirs: lugares, sellos en el pasaporte, fotografías: trofeos. Ejerce a su manera el ideal renacentista del descubrimiento, la conquista y la, tan moderna, colonización.

    El tiempo moderno –padre de nuestro discurso y en nuestros calendarios- corre linealmente, de izquierda a derecha y, más aún, de peor a mejor. De ahí que la eficiencia y la competitividad, sean valores característicos de la modernidad. Si la historia marcha hacia adelante, si el progreso es un destino que, además, da señales sutiles y persistentes de estar reservado para unos cuantos, entonces la vida consiste simplemente en acelerar para llegar antes que los demás. Los de adelante corren mucho y los de atrás se quedarán es una tonada que anima continuamente el trote de la modernidad.

    Por eso el turista, a diferencia del peregrino, se interesa por la velocidad.

    Incluso su aprecio por el confort se subordina a este interés fundamental. Lo confortable, que indignaría al peregrino, reduce los trayectos ineludiblemente largos del turista, los distrae, los anestesia.

    No es extraño que la modernidad, madre del individuo, se vaya tiñendo gradual y crecientemente de un individualismo que –ya en el umbral de la postmodernidad- alcance el adjetivo de posesivo y se cuestione en su viabilidad.

    Desde la trinchera filosófica, Charles Taylor concluye que esa cuidadosa formación histórica de la modernidad que es el yo, terminó generando un concepto escrupulosamente aislado pero ¡vacío de contenido! Desde el lenguaje de Buber podemos explicar diciendo que en el empeño de edificar al yo se fue prescindiendo del y que al debilitarlo y cosificarlo terminamos disolviendo al yo en el más esencial de sus atributos. La sociología del turismo por su parte reporta que el número turistas que viajan solos es cada día mayor. No es difícil reconocer además que los grupos de turistas, que nunca tuvieron la dimensión ni el sentido de identidad comunitario de las peregrinaciones, se vinculan con lazos mucho más tenues (funcionales) de los que unen a aquellas. Mientras los peregrinos constituyen una alianza, a los grupos de turistas los aglutina un contrato. Los unos constituyen una comunidad. Los otros una sociedad transitoria, incluso anónima.

    El ejecutivo, que no es propiamente un turista, constituye por su parte el prototipo del viajero postmoderno. Salvo algunas excepciones, viaja solo, interactúa lo mínimo indispensable, no dialoga. Conecta sus oídos a su i-pod, sus ojos y sus manos a su i-pad. Desconectado de dichos estímulos, se duerme. Optimiza sus tiempos de espera en vuelos y aeropuertos. Procura además habitaciones, platillos, horarios, atuendos y salas de juntas similares a las de su casa: su interés por el trabajo eclipsa cualquier vocación por el sitio. Su prototipo ya no es Marco Polo, Colón, Cortés ni Von Humbolt, sino Bill Gates. En palabras de Federico Reyes-Heroles, no viaja: se desplaza.

    Aunque es un coleccionista de millas (ya no de símbolos ni de fotografías), paradójicamente no le interesa el desplazamiento. Idealmente trataría de evitarlo. Cuando puede, cancela un viaje y lo sustituye por una videoconferencia. Al igual que la mayor parte de los pasajeros de un crucero, no le interesan los detalles de la travesía ni sus destinos, sino la comida, el casino, los espectáculos y las actividades –la experiencia- que el barco mismo pueda ofrecerle.

    Su medio de transporte ideal no es tanto un jet privado, sino una caminadora fija. Más aún: una elíptica, porque lo desgasta menos y reduce el impacto en las rodillas.

    Tomemos distancia para observar al usuario de cualquiera de estos aparatos hasta alcanzar la perspectiva del asombro, que es la propia del quehacer filosófico.

    El ejercitante llega al gimnasio. Monta en un aparato e inicia inmediatamente sus movimientos. ¿Camina? ¿Flota? Acelera gradualmente el paso y observa de reojo monitores que comprueban cómo aumenta su pulso. Cuando alcanza una frecuencia cardiaca médicamente recomendada mira el cronómetro y da señales casi imperceptibles de satisfacción. Respira cada vez con mayor intensidad. Sigue observando de reojo. Suda. Gasta energía. Conoce con precisión científica cuánta. La mide en calorías. Sin embargo ¡no avanza un solo metro!

    Todo se mueve para que él no tenga que desplazarse. El mundo, literalmente, se mueve a sus pies. Todo está diseñado para que no tenga pensar en una ruta o un destino, para que llegue a ninguna parte.

    No habla más allá de lo indispensable. Mantiene su vista fija hacia el frente, sin mirar a nadie. Establece una perfecta simbiosis con alguna pantalla, una especie de circuito cerrado de televisión. Excepcionalmente lee un poco, siempre vigilante de los monitores. Su aislamiento llega al grado del autismo cuando se conecta a un i-pod que lo libera de la música común al tiempo en que lo autoriza para no atender conversación alguna. Junto con los demás miembros del club conforma un ejército extraño, a un tiempo uniforme en sus movimientos y radicalmente incomunicado. Alguien –como detrás de una cámara de Gesell-  lo observa y mide su asiduidad en ingresos por metro cuadrado. Nada de esto parece importarle. Finalmente, disminuye el ritmo de esa extraña marcha sin desplazamiento y abandona el salón.

    Minutos más tarde, conduce su auto: un artefacto diseñado desde la filosofía inversa: la de alcanzar el máximo desplazamiento con el menor esfuerzo humano. Se molesta cuando algún semáforo, el tráfico o algún conductor con poca pericia –obstáculos al fin- no le permiten avanzar. Se instala finalmente en su oficina durante horas frente a una computadora que le dará la ilusión de dinamizar el mundo sin moverse, de ser un motor inmóvil. Registra en la computadora la memoria su ejercicio matutino y guarda junto con el archivo, la satisfacción de haber vencido por un día más el sedentarismo.

    Mientras el peregrino marcha comunitariamente conjugando camino, sentido y destino, mientras el turista pacta con grupos tratando de minimizar el camino y de coleccionar destinos; el ejecutivo -que viaja solo- desdeña tanto el camino como el destino para focalizarse en lo que en realidad valora: su eficiencia, sus resultados, su individualidad.

    Más allá de lo polivalente y estética que resulta la coexistencia de estos tres crononautas y de sus cosmovisiones, esta reflexión sugiere cuestionamientos fundamentales de orden ético y sociológico.

    ¿Puede el hombre postmoderno bajarse de la elíptica, para salir al encuentro del otro? ¿Es conciente de que camina solo? ¿Acaso su angustia existencial está relacionada, como sospechara Frankl, con un andar frenético, carente de destino? ¿Es capaz de reconocer el grado en que su andar se ha desacralizado? ¿Está dispuesto a rescatar sabiduría de la historia y de otras maneras de transitarla? Más aún, ¿será que en el fondo nos andamos buscando, que no somos sino sedientos del encuentro con el otro? ¿Es posible un mundo respetuoso de diferentes maneras de comprender el tiempo y de recorrer la historia? ¿Compartimos la vocación de entretejer una sola danza, capaz de armonizar lo mejor de peregrinos, negociantes y turistas para -sin uniformarlos-  generar entornos de diálogo, transformación y contagio? ¿Podemos trascender nuestra ignorancia e intolerancia con respecto al paso de los demás para encontrarnos en el camino? ¿Somos capaces de recorrer con compasión y justicia el tramo de historia que nos toca transitar a todos juntos? Son preguntas indudablemente cercanas al reto histórico de nuestro país, al de nuestro mundo, al de nuestro tiempo.

  5. Teología como actitud radical

    teologíaAutor: Eduardo Garza Cuéllar

    A Gaby Alessio, que me llevó a ver la película
    A Rodrigo Martínez, con profunda admiración y con todo mi cariño

    Aunque sigo prefiriendo los místicos a los teólogos, reconozco que existe una teología que poco tiene que ver con la que se publica y se discute en la academia y en los ambientes religiosos, una teología radical, distinta a aquella que las iglesias dictaminan escrupulosamente para canonizar o excomulgar. Una teología ineludible, que ni siquiera los agnósticos logran esquivar y que los ateos comparten, una teología necesaria, que es una pieza esencial de nuestra actitud elemental frente a la existencia.

    Dicha teología básica es la respuesta que, de manera más o menos consciente, damos a la pregunta sobre lo ilimitado, enclavada en el corazón del hombre, constitutiva de lo humano.

    No es la teología ideológica, que termina ahuyentando la experiencia de la fe. Mucho menos la que, desde cualquier tradición, engendra confrontaciones y violencia. Se trata de una teología cimentada en nuestras creencias, que dista mucho de ser una opinión sobre la existencia de Dios y que tiene que ver tanto con el cimiento en que apoyamos nuestra vida, como con el proyecto al que apostamos su efímero capital.

    Aquí viene bien ahondar parafraseando a Ortega y Gasset: las ideas las tenemos, en las creencias, estamos. Existen ateos ideológicos, como Buñuel, que en el fondo –al nivel de las creencias- anclan su existencia en Dios, como también creyentes ideológicos que, en el nivel profundo de las creencias, son ateos.

    Cualquier noción radical de Dios (negarlo, asumirlo como suprema autoridad judicial o como titiritero de la historia, concederle o no un atributo personal, visualizarlo como proveedor o taumaturgo, como un ser responsable o desentendido de nuestro drama personal, como autoridad, maestro o agiotista existencial) marca necesariamente la noción de nosotros mismos con la que transitamos la existencia, al tiempo en que implica una actitud fundamental frente a la misma. Toda visión radical del misterio, del absoluto, es finalmente una visión que tenemos de la realidad, del hombre, de nuestra misión y del sentido de las cosas. Dicho técnicamente, no es posible hacer teología profunda sin hacer filosofía y, más específicamente, antropología.

    Aunque lo intuía, lo hice conciente al ver Camino, esa película que contrasta magistralmente la lectura que una niña española hace de su vida –su amor al teatro, la ilusión de “liarse” con el niño que le gusta, el tremendo drama en que la sumerge el cáncer- con la construcción que hacen de su historia los adultos: un padre amoroso pero nulificado, una madre atrapada en una teología lamentable y, por supuesto, el sistema religioso que la sostiene y retroalimenta.

    La madre, cincelada por un providencialismo extremo, dosifica a la hija desde una pedagogía desencarnada frases del tipo “Dios nos manda esta prueba”, “no debes rebelarte a sus designios amorosos”, o bien  “ofrece tus dolores por la Iglesia, por la Obra, por el Papa”, extraídas de un recetario religioso.

    Bienintencionada, busca dar a la enfermedad de su hija una lectura sobrenatural, pero termina evadiendo lo humano (sentimientos, dolor, rebeldía, rabia) a lo que interpreta como una amenaza.

    Este providencialismo -obsesionado por la sumisión entendida como perfección espiritual y desentendido de la narrativa humana- se busca imponer como una teología unívoca que, en su ceguera, no distingue matices o personalidades y se torna, incluso a pesar de su propio discurso, en despersonalizante.

    ¡Cuanto dista esta teología de la comprensión del proceso de duelo de la muerte que aprendimos de la doctora suiza Elisabeth Kübler-Ross y que ella a su vez aprendió de los miles de enfermos terminales a los que acompañó!

    De la fundadora de la tanatología aprendimos que cada fase de un proceso de duelo, en la medida en que asume con cabalidad, nos invita a la siguiente. La humana negación da la estafeta al regateo (prometo ser bueno si me cambian el diagnóstico), para pasar a la rabia -tan humana- y de ella a la depresión que nos lleva luego a la (espiritual) aceptación.

    Es cierto que no es fácil confiar en los procesos humanos (menos aún en éste, menos aún cuando se trata del drama de alguien amado), pero es cierto también que las mentalidades absolutistas son más renuentes a este reto. Parece que les amenazaran especialmente los pasos intermedios del mismo, que se exigieran (e impusieran a otros) acceder de manera inmediata a la lectura sobrenatural de los acontecimientos.

    Por eso no es raro que haya grupos religiosos que desconfíen del camino alterno de la psicoterapia. Cuando alguno de sus más allegados da síntomas de depresión, mucho antes que a la psicología, apelan a la psiquiatría, como si temieran que terapias y terapeutas arrancaran de ellos la vocación o la fe.

    Como resultado, un importante porcentaje de sus miembros de número (hipotéticamente más alto que el que encontraríamos en la población general) consume antidepresivos sistemáticamente.

    Un providencialismo así entendido genera hombres pasivos, suplicantes y abnegados, desconfiados de sus propios mecanismos y recursos.

    La intención de acceder directamente a lo sobrenatural nos termina distanciando de lo humano. Olvidamos que la vida espiritual, entendida en clave cristiana, no invita a suprimir lo humano, sino a asumirlo plenamente, para vislumbrar su dimensión espiritual. Tal es una de las claves y retos fundamentales de la fe en un Dios encarnado, eternidad e historia, transcurrir y acontecer, espiritualidad y narrativa.

    En un libro que tiene un título por demás sugerente, “Matar a nuestros dioses. Un Dios para un creyente adulto”, el recientemente desaparecido teólogo español José María Mardones dibuja el tránsito de la fe “del Dios providencialista al Dios intencionista”. No pone el acento en la omnipotencia divina (esa que Dios mismo parece subordinar a su apuesta fundamental, que es el hombre libre), sino en la responsabilidad divina con respecto a las víctimas del sufrimiento, tanto el evitable como el inevitable, así como en su solidaridad con cada una de las mismas.

    Así, mientras el providencialismo extremo tiene matices de fatalismo y sumisión, el intencionismo, cobija al sufriente con la solidaridad divina, a la que invita a todos.

    Pero sobre la correspondencia entre la teología necesaria y la nuestra noción de ser humano que subyace a nuestro autoconcepto es posible encontrar una muy importante gama de ejemplos.

    Al dios fiscalizador, corresponde un hombre que juega a las escondidillas, como al dios del canje, el tráfico de ofrendas y el mercantilismo existencial. Al dios del chantaje, un hombre mustio. Al dios de la pertenencia, la obsesión por la membresía en institutos religiosos. Al dios excluyente, el proselitismo angustioso de las sectas, así como el individualismo, la competencia. Al Incluyente, las asambleas abiertas. Al dios que se esconde, el oscuro exegeta. Al que se despliega, el hermeneuta. Al juez supremo, el hombre sometido y el rebelde. Al de la perfección, la obsesión por la santidad. Al Dios de una creación inacabada, hombres con proyecto, comprometidos con sus procesos. Al Universal, el hombre fraterno. Al Trino, el comunitario. Al Dios de la historia, el hombre comprometido con su narrativa. A la Divinidad que apuesta por quien sufre, un hombre solidario.

    El ateismo, por su parte, acarrea una cierta dosis de orfandad, mientras que al agnosticismo (improbable en el terreno de las creencias) corresponde a un desvanecimiento gradual del sentido del misterio.

    Como no parece haber vida intensa sin alguna apuesta espiritual, ni apuesta espiritual sin consecuencias ontológicas, vale la pena indagar, allí en la profundidad de nuestras creencias, sobre nuestra teología radical, para en su caso, renovarla sustituyendo lo represivo por lo liberador.

    Por eso no es deseable desterrar del diálogo abierto la reflexión –teológica- en torno a las preguntas últimas. Mucho menos, jactarse de hacerlo.

  6. Contra el pelagianismo, teología jarocha

    contra

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    Aunque política, ciencia, espiritualidad, ética, técnica y estética pueden entenderse como las tintas fundamentales con que hombres y mujeres teñimos la historia, la realidad es que cada biografía individual puede leerse como la impronta singular, tal vez única, que cada quien deja en su tiempo. Esto, aunado por supuesto a la conciencia de la muerte, confiere a la vocación su sentido de gravedad.

    Ante la diversidad de las huellas posibles con que podemos pintar la historia -que va de lo célebre a lo íntimo y de aquello que, por atender la razón histórica de un tiempo, marca una generación, a la vulgaridad estadística del record Guiness- la herejía resalta por su paradójico talante moral. Los auténticos herejes, a los que me refiero, son aquellos que, por supuesto, no creían serlo. Juraban estar en la verdad y se sostuvieron, incluso heroicamente, en ello. Jactarse de la herejía propia constituye un síntoma de la descomposición moral tiempos, como el nuestro, que en el fondo desdeñan la filosofía. Nombres como los de Galileo Galilei, Giordano Bruno y Simón el mago son los que encontraron, junto con los gnósticos y los cátaros, en este singular nicho su pasaporte a la historia.

    Pelagio, aunque menos célebre, transitó también la historia en este carro. Fue un religioso contemporáneo de San Agustín que en su tiempo amasó una cierta fama y trascendió en la historia de la Iglesia Católica por sostener una herejía que, curiosamente, pudiera ser suscrita por una porción significativa de nuestros contemporáneos: la salvación no requiere del bautismo, dado que no hay pecado original.

    Detrás de esta doctrina, cuyos ropajes teológicos pueden disfrazar de irrelevancia, se esconde la propuesta antropológica de este monje esforzado, especialmente dotado y carismático: la salvación –que hoy podemos traducir como felicidad o realización personal- es la consecuencia, pudiéramos decir el premio, de una vida indefectiblemente virtuosa. Nuestra vida es una ascenso complejo, de ninguna manera exento de retos y de obstáculos, en cuya cumbre se encuentra un dios, dispuesto a premiar a sus mejores alpinistas.

    Desnuda de teología, la doctrina de Pelagio se nos presenta como una versión medieval de la filosofía de la excelencia personal: a grandes dosis de esfuerzo, grandes dosis de felicidad, a grandes logros individuales, grandes trofeos: el desarrollo humano y la vida entendidas como una travesía y como una competencia.

    No es fácil desmontar esta creencia, como ninguna de las que cimientan la mentalidad contemporánea. No es posible hacerlo sin mover un poco el total de nuestro sistema cultural. Se requiere salir de la matriz para, desde afuera, reconocer sus deformidades. Se necesita quizás experimentar den carne propia la debilidad. Sentir la miseria. Perder alguna vez. Llevar nuestras posibilidades morales a sus límites. Experimentar, aunque sea momentáneamente, la dimensión trágica de la existencia, esa que la posmodernidad evade creativa e invariablemente. Desde allí, descubrimos que ninguna de nuestras prácticas competitivas garantiza la producción de la felicidad total, que las ofertas de la cultura de la competencia son enajenantes y hasta ridículas, que nada de lo que hagamos, por virtuoso que sea, puede merecernos la perfección ni mucho menos, la vida eterna.

    La iglesia Católica consideró herético el pelagianismo pensando que, llevado a sus últimas consecuencias, reducía la experiencia cristiana a una especie de rally moral, la salvación, a un logro de la virtud sostenida y a Dios, a una especie de juez supremo, árbitro universal, pero finalmente ajeno a la condición humana.

    Reducir el cristianismo a un código de ética y entender la beatitud como el premio para quienes compiten acatando sus normas ha sido una tentación recurrente a lo largo de la historia que, como tal, requiere desactivarse desde una teología arraigada y sólida, como la jarocha.

    Desde niño había escuchado y cantado los versos de la bamba: “para subir al cielo se necesita una escalera grande y otra chiquita”. Pero no fue sino en una crisis de fe (y tal vez también de ocio) cuando comprendí su sabiduría.

    Quien salvarse desde sus méritos

    Garantiza la vida futura ???????????????

  7. Violencia y Consumismo

    consumismo

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    A Leonel Narváez,
    Como homenaje a su emocionante testimonio

    Imaginemos la escena. Nos encontramos en la sala última espera de un aeropuerto. Un grupo de pasajeros está a punto de abordar.

    A través del altavoz,  se escucha de repente una voz femenina, adiestrada en la amabilidad, aeroportuaria:

    “Este es un anuncio de preabordaje” (traducción: ni piensen en ponerse de pié todavía, no sabría que hacer con todos ustedes demasiado cerca, mantengamos aséptica distancia). “Pasajeros del vuelo 356 con destino a la ciudad de Los Ángeles estamos listos para abordar. Únicamente los pasajeros de raza blanca, certificada, en una sola fila pueden abordar en este momento. Repito: pasajeros de raza blanca sírvanse abordar en este momento. Les suplicamos que lleven con ustedes su credencial platino de certificación racial y su pase de abordar”.

    Dos (largos) minutos después escuchamos la misma voz, en un tono casi idéntico:

    – “Pasajeros de raza mestiza o apiñonaditos pueden abordar en este momento, Sírvanse portar su tarjeta bronce al momento de abordar”.

    Finalmente, después de cinco minutos, escuchamos, siempre a través del altavoz, en un tono más relajado, esforzado por mantenerse amable:

    – “Pasajeros indígenas, negros y restantes pueden abordar en este momento. Sírvanse amablemente mostrar solo su pase de abordar”.

    Una escena de este tipo, por demás común y aceptada en un tiempo nada remoto, hoy nos indignaría, lo cual es sintomático no sólo de que nuestra conciencia moral se ha desarrollado significativamente, sino de que pecamos de anacronismo, es decir de que mientras buscamos en el nuestro, males de otros tiempos, somos incapaces de reconocer las formas que la violencia cobra hoy en día.

    La escena descrita nos violentaría. Pero el anuncio normal de abordaje de un avión, al igual que la violencia contenida en el lenguaje publicitario, en la filosofía del marketing y en el consumismo, pasan inadvertidos frente a nosotros.

    Partamos de una comprensión del consumismo –así, con el ismo que denota la adhesión acrítica de un grupo social a algo- y de la distinción entre esta devoción contemporánea y el consumo.

    Si el consumo es sólo un eslabón –necesario- de la cadena económica, el consumismo puede entenderse como una apuesta irracional a dicha práctica que la asocia de manera más o menos conciente con sentimientos de realización, superioridad, felicidad y autoestima: una idolatría insuficientemente estudiada en sus prácticas y sus dogmas, pero hondísimamente arraigada en nuestro tiempo.

    Sólo en el ánimo de comprender las cosas desde sus extremos podemos preguntarnos ¿Es acaso la adicción a las drogas una manifestación de consumismo en grado superlativo? ¿No se trata entre otras muchas cosas de una especie trágica y patética de antropofagia en la que al consumir, nos terminamos consumiendo? Y más aún, ¿cómo fue que pasamos de ser los supuestos sujetos, señores, del consumo, a ser sus objetos? ¿Acaso, antes, no actuamos como anuncios y como mercancías?

    La narcocultura parece confirmar estas sospechas. Su primer mandamiento, tendrás mucho, pronto y de cualquier manera, y el segundo, vale jugarse el todo por el todo para vivir aunque sea cinco años en la opulencia, en lugar de cincuenta en la miseria apuntan en ese sentido.

    En Colombia existe un número creciente de mujeres de poca capacidad adquisitiva que,  auspiciadas por sus propias familias, se someten sistemáticamente a la cirugía plástica con el fin de hacerse apetecibles al narco de turno: se comportan como mercancías.

    Habiéndonos visto en el espejo de lo superlativo, convengamos que el tener mucho y rápido no sólo es precepto del narco, sino de nuestra propia fe consumista. ¿Acaso no es este un mandamiento que asumimos con creciente devoción? ¿Acaso también, en no pocas ocasiones, hacemos de mercancías?

    Desde su filosofía de lo “aspiracional”, el marketing ha inundado nuestro paisaje de objetos y estilos de vida que ofertan la felicidad, pero que tienen muy poco que ver con nosotros.

    Sabemos que la publicidad en el fondo ofrece la pertenencia a un mundo nuevo. Hemos pensado también que, cuando ostentamos en el espacio público sus marcas, sus automóviles y sus rituales, nos convertimos en sus vendedores. En el fondo, pagamos por prestarnos de maniquís y de modelos, de publicidad andante.

    En lo que no siempre reparamos es en que dichos rituales administran silenciosa, sistemática y tercamente violencia.

    Al igual que el padre que acostumbra pasar el domingo en Perisur, el paisaje urbano –al que pertenecemos- nos recuerda insistentemente: ¡tu no puedes!, ¡tu no perteneces!, ¡la felicidad está reservada para unos cuantos exquisitos!

    Los narcos parecen ser los que se cansaron de aspirar, para comenzar a vivir el paraíso consumista sin proporciones ni límites, de manera ostensible y ostentosa, desproporcionada. Acatan el mismo mandamiento, pero sin ningún otro que lo contenga.

    Como todo círculo vicioso, el de la violencia debe cortarse por algún lado y la ética del consumo sugiere fuertemente por dónde.

    No sólo la cultura de la probidad y del esfuerzo -como la del consumo racional, y responsable- abonan en este sentido.

    Sobre todo, en la invitación a rescatar la vocación simbólica –y el carácter de medios- que tienen los objetos (el retorno del ídolo al símbolo), así como en la vocación humana al compartir, se encuentran dos prometedoras claves en este sentido.

  8. Un falso dilema en la lucha por nuestros derechos. Crónica de una embestida tardía

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    un falso dilemaLa lucidez es una característica sorprendente de la embestida de los toros bravos. En la medida en que son acosados y la furia crece en ellos, su ataque gana una precisión casi milimétrica, al grado que cuando sus pitones son “afeitados” unos cuantos centímetros, tienden a errar en la embestida. Esto significa que la furia genera en los toros un efecto contrario al que produce en la mayor parte de los seres humanos, a quienes la ira nos ciega.

    El diez de diciembre del dos mil cuatro, en el contexto de un aniversario más de la proclamación internacional de los derechos humanos, fui invitado, junto con un grupo de especialistas, a un programa de televisión orientado a la discusión y el análisis del tema.

    Para ser honesto, no tenía mucha claridad de porqué me habían invitado, pero confiaba en que alguien la tuviera, al tiempo en que intuía poder aportar algo a la discusión.

    Al inicio del programa, uno de los participantes en la mesa de discusión, profesional de los derechos humanos por muchos años, comentó que los derechos humanos no eran una cuestión que pudiera resolverse a nivel de “relaciones humanas”, sino que se trataba de algo que tenía que ver con “políticas de estado”. Su argumento me pareció digno de consideración. Se podía traducir como “los derechos humanos son cosa seria”. Imaginé incluso que tendría algún impacto para los televidentes (siempre anónimos y  misteriosos en un estudio de televisión), pero también generó en mí cierta dosis de molestia y suspicacia que sólo pude entender minutos después.

    Una persona del público presente en el estudio (el formato del programa en cuestión permite que los asistentes participen en la discusión brevemente) manifestó, con la intensidad de quien siente sus derechos ultrajados, su testimonio: se trataba de un padre que había sido privado del derecho de visitar a sus hijos, a consecuencia de un reciente proceso de separación. Se sentía además víctima de violencia intrafamiliar y dijo que, por cuestiones de género, no encontraba ninguna instancia a la que pudiera recurrir.

    Dos personas tomaron la palabra. El primero fue justamente el experto al que ya me he referido. Dijo, palabras más palabras menos, que la violencia intrafamiliar en contra de los varones, aunque no se negaba como posibilidad, no era estadísticamente significativa en México y que por tanto, no había hoy instancias ni leyes dedicadas para casos como el presentado por el asistente. La siguiente intervención, a cargo del titular de la Comisión de los Derechos Humanos de la Ciudad de México, criticó que la ley prevista para estos casos, actualmente en discusión, propusiera castigar con cárcel a la persona que negara a su antiguo cónyuge visitar a sus hijos. Los niños, comentó, serían víctimas de una doble desgracia: no ver a uno de sus padres y ¡tener al otro encarcelado! Luego refirió que existían espacios creados y supervisados por el estado para que las parejas en conflicto puedan convivir con sus hijos sin riesgo de violencia intrafamiliar.

    Yo simplemente me limité a constatar lo que estaba pasando en aquel estudio, a comentar que a las estadísticas y la erudición jurídica en nada ayudaban a nuestro participante, que estábamos respondiendo a la vivencia de una persona concreta –que nos daba su rostro, que tenía nombre,  apellido y con una historia desgarradora… con estadística y con leyes. Por un momento se hizo evidente que en nada lo estábamos ayudando, que habría al menos que reconocer la limitación del marco legal y la frialdad de la estadística.

    En ese momento, no se me ocurría solución alguna y lo dije. Tampoco di una respuesta directa al especialista que desdeñaba las “relaciones humanas” y confiaba en el rol del Estado, como garante de los derechos humanos.

    La verdad es que no es la primera vez en que imagino tardíamente la respuesta que hubiéramos podido dar en una discusión o en un debate. Me quedé inútilmente maquilándola y es ahí donde la envidiable embestida de los toros bravos viene al caso: yo tuve que conformarme con ir formulando y rumiando en mi coche, desde el canal once hasta mi oficina, una embestida tardía.

    Sirva como consuelo explicitarla.

    La propia dinámica de la discusión fue lo que me permitió clarificar mi inicial suspicacia: que mientras muchos especialistas confían más en una abstracción, el Estado, y otros  en algo que en el mejor de los casos de manera anacrónica, llaman “relaciones humanas”, la defensa de nuestros derechos tiene mucho que ver con la interrelación y la comunicación interpersonal. Nuestros derechos fundamentales se reivindican también en la construcción cotidiana de un nosotros, en la comunidad familiar, en el doloroso aprendizaje de la negociación y en el ejercicio del respeto, en la construcción de comunidades y el ejercicio de obligaciones como la ternura y la compasión, así como en la capacidad de romper nuestros silencios, de reconocer nuestra agresión y aprender a manejarla constructivamente para no convertirla en violencia, en las casas, en las calles, en las oficinas, todos los días.

    Cuando se hizo evidente que la reducción de los Derechos Humanos a una cuestión jurídica y de estado es torpe –así como también de los derechos humanos se puede hacer una ideología- me quedó claro también (y también demasiado tarde) porqué me habían invitado al programa. Quizás el error de fondo consista en plantear el problema como un dilema. Tal vez el esfuerzo estatal y el del hombre de la calle deban operar juntos por el respeto a nuestros derechos y el ejercicio responsable de nuestras obligaciones.

    Por lo pronto, me conformo con agradecer el aprendizaje de esta experiencia televisiva, con escribir esta reflexión como consuelo y con seguir envidiando la embestida oportuna y lúcida de los toros bravos.

  9. Tensión generacional y dinamismo empresarial

    La realidad empresarial vista desde el concepto de generación de José Ortega y Gasset

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    tensión generacionalIntroducción: Sobre la oportunidad de los libros y el concepto de generación

    Algunos libros cayeron en mis manos antes de tiempo. No me revelaron su secreto hasta que, en ocasiones años después de haberlos leído, los necesité realmente. Fue el caso entre otros de El regreso del hijo pródigo. Reflexiones ante un cuadro de Rembrandt de Henri J. M. Nouwen[1].

    Otros en apariencia me esperaron pacientemente en algún librero. Los abrí mucho tiempo después de haberlos comprado, en el momento justo en que los necesitaba. Así me ocurrió con En torno a Galileo de Ortega y Gasset.

    Ambos textos, aunque de manera radicalmente distinta, giran en torno al concepto de generación. Y llegaron a mi –quiero decir, llegaron significativamente a mi- en la génesis de mi plenitud profesional, habiendo rebasado los cuarenta años de edad, unos meses después de la muerte de mis padres.

    Con la orfandad perdemos toda referencia generacional “hacia arriba”. Caemos más temprano que tarde en la cuenta de que somos dicha referencia para otros y de que estamos llamados a tomar la estafeta generacional para escribir el capítulo que nos encomienda la historia “por encargo”, conjugando la paternidad y la fraternidad de una manera distinta.

    Ambos libros me ayudaron a entenderlo. Ortega y Gasset, para quien los cuarenta y cinco años marcan la frontera entre la generación que lucha por protagonizar un determinado momento histórico, y aquella que en realidad lo hace. Y Nouwen, quien adivina en su lectura de Rembrandt y de la parábola que lo inspira, una invitación a transitar, ya sea desde el rol de hijos menores (rebeldes, determinados, arrepentidos) o de del hijos mayores (correctos, críticos, ingratos) a la compasión, la alegría, la incondicionalidad y la generosidad del padre.

    Luego vino lo inevitable. Comencé a mirar desde la noción de generación el mundo académico, el intelectual, así como lo familiar y lo organizacional, hasta adoptarla como categoría para pensar lo social y lo histórico, tal y como lo pretendía Ortega[2].

    Este trabajo busca aplicar dicho concepto a la realidad de las empresas. No lo hace sin embargo de la manera en que pudieran hacerlo los historiadores, quienes utilizarían esta categoría orteguiana como retícula para identificar a diversas generaciones de empresarios y de empresas en determinado país y determinado momento. Trato más bien de mostrar la manera en que en la propia actividad empresarial y en los diversos momentos de la misma, la categoría de generación se hace presente.

    Comprender que la actividad empresarial está cruzada e íntimamente relacionada con la acción de las generaciones puede -tal es la hipótesis de este trabajo-  enriquecer significativamente nuestra comprensión de las organizaciones y contribuir con ello a su revitalización, así como a la urgente construcción de empresas a la altura de la razón vital.

    Sobre el ser emprendedor y el ciclo vital de las organizaciones

    ¿Qué significa emprender sino fijar una postura frente al futuro, apostar, arriesgar? ¿Acaso el emprendedor no es un hombre necesariamente osado, que pone a prueba sus intuiciones frente a la aceptación de determinado grupo, cuyas motivaciones y expectativas busca también adivinar? ¿No es el emprender un acto vital, necesariamente conectado con el sistema de creencias de un tiempo?

    Toda empresa surge necesariamente de la innovación, que es creatividad socialmente funcional. La aceptación de un producto en el mercado supone no sólo de la actividad creativa, sino del conocimiento, normalmente intuitivo, de las demandas y necesidades de un grupo social y de un tiempo, de sus dinamismos.

    Sin embargo, esta actividad empresarial, vinculada íntima y necesariamente con lo vital, genera en no pocas ocasiones entornos bajos de moral, marcados por la apatía y la despersonalización,  ajenos a la vitalidad.  De acuerdo a la investigación realizada por Klauss Möller en plena vigencia del estado de bienestar europeo, uno de cada diez empleados en Europa buscaban activamente cambiar de trabajo sin notificar de ello a sus jefes, el 40% de los mismos hablaba mal de sus organizaciones y el 80% reconocía no trabajar con el total de su energía y entusiasmo[3]. ¿Cómo explicar este fenómeno? ¿Cómo ayudar a revertirlo?

    Un primer marco que nos permitirá aventurar una explicación y una propuesta está en la comprensión del ciclo vital de las organizaciones.

    Podemos hablar, por analogía, de los “organismos” sociales, de su vitalidad, de su edad y podemos distinguir al menos tres etapas o edades en la vida organizacional.

    La primera, que da origen a la organización misma, es la innovación: el punto en que el empresario responde con productos y servicios a una expectativa del mercado. El momento en que una institución escucha y satisface determinada demanda histórica. Se trata de una especie de danza gozosa en que la que el riesgo inherente a la acción empresarial se hace omnipresente y en el que la sociedad confirma la intuición emprendedora, al tiempo en que ésta se alimenta de sus movimientos, se ajusta, crece y se fortalece.

    En la medida en que el tiempo transcurre, las demandas operativas de la organización invitan a ésta a un segundo momento centrado en la formalización de sus procedimientos. Se ha ganado un lugar en el mercado y, sin embargo, necesita experimentar el momento “hacia adentro” de su respiración para sostenerse viva. Se trata ahora de organizar lo que, mientras se estaba viendo hacia el mercado, resultaba invisible: de optimizar, de generar procedimientos, de hacer más con menos.

    Este segundo momento de la organización demanda nuevos hábitos y competencias, requiere nuevas prácticas y reclama incluso un tipo diferente de liderazgo. El fundador de una organización corre en este momento el riesgo de convertirse en el peor enemigo de la misma. La empresa, llegado este punto,  ya no requiere tanto de un líder visionario y carismático, sino de un administrador eficiente, de un generador de sistemas y procedimientos y, en buena medida, de un legislador.

    En la historia de no pocas congregaciones religiosas llega el momento en que el fundador –visionario, intuitivo, en ocasiones santo[4]- es desplazado por el dinamismo de la comunidad que demanda ya otro tipo de gobierno.

    Finalmente, y sólo en la medida en que se logra consolidar este segundo periodo, de sistematización (sólo cuando se logra domar el impulso inicial de la organización), es posible administrarla.

    En la tercera fase de desarrollo de la vida organizacional se trata más bien de consolidar y de cosechar los logros organizacionales. Al igual que la segunda, ésta es una etapa en que la que, como en el invierno de los árboles, la vitalidad de la organización se orienta “hacia dentro”.

    Al tratarse de un ciclo vital, esta tercera etapa, propiamente administrativa, supone decadencia y conlleva, por supuesto, una crisis y un llamado a la renovación. Se trata de una especie de vejez en la historia organizacional cuyos síntomas (complejidad excesiva, confusión, pérdida de vitalidad y de sentido) remiten necesariamente a las grandes crisis de la historia. Nos invitan no sólo a realizar cambios de tipo “adaptativo”, esos que en el lenguaje organizacional llamamos “innovación menor” o “mejora continua” cuyo efecto es la prolongación del ciclo de vida organizacional. Fundamentalmente invitan a la realización de cambios e innovaciones mayores, que, sobre los hombros de la experiencia y la historia organizacionales, generan para ellas un nuevo ciclo de vida.

    La dialéctica del rey y el profeta.

    Ortega pudo visualizar con profunda intuición estas crisis en la historia de occidente: la que dio origen a nuestra era, la que funda la modernidad y, de manera especialmente lúcida, la que nos corresponde protagonizar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Las entendió como momentos en que las creencias, ancestralmente inamovibles, en las que la humanidad encontró suelo firme se cuestionaron radicalmente sin dejar para el horizonte futuro claridad alguna[5]. Las entendió como una dialéctica no de la razón pura, como creía Hegel, sino como “la dialéctica de una razón mucho más amplia, honda y rica que la pura (…) a saber, la de la vida, la razón viviente”[6]|.

    En el corazón de este movimiento se escucha el palpitar de una discusión, el diálogo entre quienes intuyen las nuevas posibilidades de la historia y los que se encargan de institucionalizar sus intuiciones. A esta podemos llamar, desde el lenguaje bíblico, la dialéctica del rey y el profeta. Israel asocia a la figura de cada uno de sus reyes la de un profeta específico. Reconoce así que tanto unos como los otros son autores de su historia.

    En la historia del arte, encuentros como los de Miguel Ángel y Julio II, Cervantes y el Cardenal Arzobispo de Toledo o Gaudí y Eusebi Güell dan cuenta de esta misma tensión: de sus posibilidades, de su violencia y su increíble fertilidad. Se trata de una historia escrita por creadores que, en su momento, escandalizaron a los académicos, pero que, quizás gracias a sus fricciones, lograron encender un nuevo discurso, mismo que terminó, en ocasiones siglos después, siendo reconocido por la misma academia como canónico.

    La historia de la iglesia puede leerse también desde la tensión entre carisma e institución. Personajes como Juan de la Cruz, Teresa de Ávila y el mismo Tomás de Aquino que en su momento cimbraron profundamente la institución eclesial, terminaron, como Shakespeare, como Leonardo, canonizados.

    Aunque la vocación carismática y la institucional parecen en un primer momento antagónicas, la historia nos permite sospechar su complementariedad. Mientras un carisma sin institución se evapora, una institución sin carisma se petrifica. Solo en estado líquido parece fluir la historia.

    Finalmente, también en la historia de la filosofía, es posible distinguir pares de filósofos conformados por una parte por quienes, como Sócrates y Kant, alcanzaron intuiciones fundamentales y en la otra por los que, como Aristóteles y Hegel llevaron sus intuiciones a la vida social y supieron encarnarlas en instituciones.

    En el mundo organizacional, en cada junta, en cada decisión financiera, en el diseño de un producto, en la administración del riesgo, en el análisis de nuevos proyectos y en cada discusión, el espíritu del rey y el del profeta están necesariamente presentes.

    Retomando la lógica de las tres edades de la vida organizacional, podemos pensar que, durante el primer acto, de innovación, la voz del profeta es la voz cantante. El segundo acto, de control, es aquel en que el choque entre la voz atenorada del profeta y la del rey, de bajo, es más evidente. Finalmente el tercer acto, administrativo, representa el triunfo del rey sobre el profeta.

    Dicho triunfo no puede ser definitivo, so pena de traicionar el espíritu emprendedor mismo, de burocratizar la vida organizacional hiriendo su vitalidad, de generar más diccionarios y manuales que filosofía y poesía, de reducir la vitalidad evangélica a un código de derecho canónico.

    Cuando la institucionalidad triunfa en forma definitiva, las organizaciones, incluso después de un prolongado periodo de agonía, mueren.

    El tercer momento es, como hemos dicho, crucial para cualquier organización. En él se escucha un llamado silencioso pero contundente a la innovación, al tiempo en que se percibe también la amenaza de la muerte.

    ¿Y las generaciones?

    Ortega extrae de su análisis de la historia, especialmente de los momentos de crisis, la noción de generación.

    El filósofo madrileño reseña la tensión entre la generación que comanda la historia  -la que conforman quienes tienen entre 45 y 60 años de edad- y aquella que lucha por arrebatarle el mando, constituida por los que tienen entre 30 y 45. La tensión existente entre lo que el llama “quince años de “gestión” y quince de “gestación” constituye a su juicio el verdadero motor de la historia. A los mayores de 60 años les correspondería, en la visión orteguiana, una función de consejo, mientras los menores de 30 cumplirían, en estricto sentido, una etapa de formación.

    Lo sustancial de una generación no es tanto una coincidencia cronológica precisa, sino el hecho de compartir un mismo nivel o estructura vital, misma que contiene también una determinada vocación histórica.

    Existen generaciones a las que corresponde reafirmar las intuiciones de otras anteriores. Otras que, por haber alcanzado un nivel vital distinto, están llamadas más bien a formular nuevas intuiciones e hipótesis.

    Existen generaciones cuya vocación consiste en liberar a determinado grupo de la cultura insular, tendiendo rutas de navegación hacia otras culturas.

    Finalmente, cada generación está llamada a escuchar y a ejecutar un rol específico frente a la historia y cada una de ellas se levanta de alguna manera sobre los hombros de todas las generaciones anteriores.

    Organizaciones… generacionales

    Aplicar esta categoría orteguiana al ámbito de las organizaciones supone en primer lugar dejar que el dinamismo que le es propio simplemente ¡ocurra en las mismas!

    Y es que no son pocas las organizaciones contemporáneas en las que la tensión generacional pretende evitarse.

    Algunas de ellas han sido víctimas de generaciones de sobrevivientes[7] que logran momentáneamente bloquear el acceso a la toma de decisiones de las generaciones emergentes y terminan secuestrando a la organización entera. Caen en la tentación de la perpetuidad y quedan, como castigo, atrapados en el solipsismo discursivo y en la esclerosis que, en el caso de las empresas, es una enfermedad progresiva y mortal.

    Una versión diferente de esta misma enfermedad es la de organizaciones enteras, normalmente exitosas, que en el afán de honrar a sus fundadores, terminan, paradójicamente, traicionándolos. ¿Cómo es esto posible? Se trata de un problema de miopía y, una vez más, de falta de sentido histórico. Suelen ser empresas empeñadas en repetir fórmulas de éxito fuera de los escenarios y circunstancias que los sustentaron, organizaciones aferradas a las fórmulas exitosas del pasado, idólatras y fetichistas, que terminan canonizando las formas de sus fundadores, pero que traicionan el espíritu emprendedor de los mismos. Terminan así haciendo del mejor producto de su creatividad, la tumba de la misma.  Algunos de los síntomas, lingüísticos, de su  conservadurismo son frases del tipo “a nuestro fundador no le hubiera gustado” que, además de poner palabras en su boca, ostentan una cercanía con el propio fundador que, normalmente, se utiliza como signo de poder. Esta tentación, si bien está presente en cualquier organización, suele sentirse especialmente en empresas familiares y en instituciones religiosas.

    Mucho más frecuente en nuestro tiempo es la tentación de signo contrario, consistente en generar organizaciones hipotéticamente jóvenes que, en su ignorancia de la historia y en su obsesión por innovar, se cierran paradójicamente cualquier posibilidad de hacerlo.

    Su actitud radical es el adanismo y su pecado capital, la ingratitud, orientaciones que Ortega ataca con indignación y lucidez especiales. Sobre estas organizaciones, las de los juniors, pesa la célebre sentencia del  también filósofo hispano norteamericano George Santayana: “Quien no aprende de la historia estará condenado a repetirla”.

    En el ámbito propio de los organismos empresariales, que es el de la economía, el adanismo se manifiesta:

    1.- En la declaración de independencia que las economías neoliberales procuran y proclaman de su vínculo histórico, que vieron tanto los clásicos como los modernos, con la actividad moral[8]. Orgullosas del trasplante que las separa de sus propias raíces, enferman de un mecanicismo cuyo síntoma inequívoco es la creciente abstracción matemática de indicadores, como el PIB, que difícilmente reflejan ya la vida de individuos y comunidades concretas.

    2.- En la ignorancia del capital social, ecológico y moral en que se sustenta la actividad económica misma y con el que puede establecer una relación sustentable o de franca depredación[9].

    La advertencia de Ortega parece dirigirse tanto a las organizaciones esclerotizadas, como a las que pecan de adanismo. Aunque situadas aparentemente en los extremos, comparten el sueño de evadir el conflicto y la diversidad generacional.

    “Alojados en un mismo tiempo externo y cronológico, conviven tres tiempos vitales distintos. Esto es lo que suelo llamar anacronismo esencial de la historia. Merced a ese desequilibrio interior se mueve, cambia, rueda, fluye. Si todos los contemporáneos fuéramos coetáneos la historia se detendría anquilosada, petrefacta, en un gesto definitivo, sin posibilidad de innovación radical ninguna”[10].

    Esta genial puntualización de Ortega nos lleva necesariamente a la reflexión, literalmente utópica en muchas organizaciones contemporáneas, sobre la consideración debida a quienes habiendo asido el timón de la historia, pueden constituirse no sólo en su memoria, sino en consultores naturales de su travesía actual: los mayores de 60 años.

    Mientras la sabiduría judía y la de un sinnúmero de culturas tradicionales, como las americanas, honran su presencia y su memoria, la llamada posmodernidad, avergonzada de sus viejos, los maquilla, los abandona, los esconde.  ¿Cuál será el precio que en términos de futuro tendrá que pagar por ello?

    Otros pecados

    El adanismo, conectado moralmente con la ingratitud y la soberbia, se funda psicológicamente en el sueño –cándido, ingenuo- de prescindir del pasado. Quien lo padece, montado en los hombros de todos sus ancestros, asume que su perspectiva histórica se la debe a sí mismo: se sueña gigante.

    El conservadurismo, por su parte, se sustenta en la ilusión de repetir pasado, que es la aspiración secreta de los que asumen el rol de museógrafos de la existencia.

    Ambos pecados, en apariencia opuestos, parten de la misma tentación: la de suprimir la diversidad generacional que mueve la historia, la de convertir a todos los contemporáneos en coetáneos. Paradójicamente, comparten también la condena a la repetición.

    Pero la intuición orteguiana  nos permite también develar otras de las iniquidades que afectan a la sociedad y a las organizaciones contemporáneas, al tiempo en que sugiere criterios para combatirlas.

    Reflexionaremos sobre dos de ellas, de signo opuesto, como un añadido a nuestra reflexión que parece adquirir especial urgencia en un tiempo como el nuestro de cambios exponencialmente acelerados y cualitativos.

    Las instituciones se descubren hoy crecientemente amenazadas en su sustentabilidad y en su longevidad. Habíamos aprendido que mientras los individuos pasan, las organizaciones permanecían, pero habitamos  un tiempo extraño en el que, mientras la esperanza de vida de los individuos crece, la de las iniciativas empresariales (productos, innovaciones, tecnologías) y la de las organizaciones mismas decrece significativamente.

    La aceleración exponencial del cambio profundiza pues el reto de la renovación y la supervivencia empresariales.

    Pero más allá de la velocidad exponencial del cambio, se nos ha advertido sobre el carácter cualitativo del mismo. El propio Ortega nos hace ver la enorme sospecha que pesa sobre las creencias que sostuvieron ancestralmente la modernidad occidental.

    Habitamos un “impase”, el momento preciso en que cambia radicalmente el tipo de música en una fiesta, dejando a algunos sin pareja y a otros muchos, sin bailar. El cambio de las reglas del juego cuestiona si las destrezas que garantizaban el éxito empresarial en el pasado siguen alcanzando para triunfar. Incluso el concepto de triunfo, parece estar cuestionado.

    Aislamiento

    Para un defensor del racional vitalismo, los pecados más graves son indudablemente los de omisión: los que comenten empresas y generaciones enteras que desoyen su vocación histórica y la traicionan, con un alto costo para las generaciones futuras.

    Si en realidad existen generaciones que, por alcanzar una perspectiva vital diferente, están llamadas a conectar a su sociedad con otras, a favorecer procesos de fermentación cruzada como la que el propio Ortega provocó con la filosofía alemana (y a romper con la cultura insular)[11], la nuestra, como ninguna, parece estar llamada a compartir y completar dicha vocación.

    Pero ¿no es suficiente (y suficientemente dramática) la forma como las organizaciones se han interconectado en los últimos años? ¿No es acaso el momento de limitar dicho proceso de globalización para ordenarlo? ¿Debiéramos más bien protegernos del cambio y del intercambio?

    Para responder a dichas preguntas y hacer frente a sus tentaciones no basta recordar el carácter irreversible de la globalización, sino proponer un intercambio alternativo, diferente cualitativamente, más profundo e integral.

    Muchas de las desproporciones que caracterizan nuestro tiempo son debidas precisamente a que el intercambio se ha dado, aunque increíblemente intenso, ha sido parcial. Hemos globalizado la economía (quizás debiéramos decir una visión superficial y limitada de la misma), pero no la ética. Hemos favorecido brutalmente el intercambio comercial, pero no el de iniciativas que permitan a las organizaciones contactar con la dimensión social y ecológica que sustenta la propia economía. No conocemos a nuestros socios comerciales, ignoramos su ethos y su rostro.

    La visión de Ortega, quien ya en su tiempo visualizó la unión europea[12], prefiguraba un intercambio cifrado más en términos intelectuales y espirituales que comerciales. Su propio itinerario intelectual[13], al igual que su manera de construir la filosofía da cuenta de ello. Nos invita incluso a cuestionarnos si la voluntad de abrazar a todo ser humano, la sed de universalidad, no está en la esencia de cualquier pensamiento humanista.

    Volviendo al ámbito empresarial, podemos preguntarnos si la crisis de vitalidad que hemos referido no es sintomática de la manera desequilibrada –patológica- como hasta ahora se ha dado el intercambio global. Un intercambio apoyado exclusivamente en la racionalidad estratégica es una desproporción, un cáncer que apela a nuestra visión integral y al crecimiento armónico.

    Alteridad

    En ensimismamiento y alteración[14]  Ortega y Gasset lanza una advertencia grave y contundente. Después de referir cómo romper con el estado de inmediatez con la naturaleza es resultado de una larga conquista histórica, recuerda que el ensimismamiento que resulta de este arduo proceso y que nos diferencia de las bestias ¡constituye un ingrediente sumamente precario de nuestra constitución! Ser humano, advierte el madrileño, significa siempre correr el riesgo de dejar de serlo. Perder, en virtud de la alteridad, nuestra capacidad de darnos cuenta de nos damos cuenta[15] sería para nosotros sencillamente fatal e irreversible.

    ¿Podemos concebir, por analogía, una amenaza similar para las organizaciones contemporáneas?  ¿No entraña acaso el intercambio un riesgo de magnitud similar (aunque de signo contrario) al aislamiento?

    Al igual que los individuos, las organizaciones pueden, al reducirse a pura alteridad, deshumanizarse. De ahí que también ellas parezcan estar llamadas a alternar el hacia fuera de su operación, con la deliberación sobre el para qué de la misma, que es una reflexión necesariamente moral.

    Ni alteridad ni ensimismamiento perpetuos, sino alternancia rítmica entre dichos contrarios que, considerados aisladamente, son letales. Para los individuos, como para los grupos humanos, dicha respiración sigue siendo el síntoma más elemental y contundente de la vida misma.

    Finalmente

    La relevancia de esta reflexión tal vez no es otra sino la de prestar atención a un tipo de diversidad que –siendo natural en toda comunidad y expresión de la vitalidad social- algunas empresas buscan secretamente desterrar: la diversidad de carácter generacional.

    Concluyo que ceder a la tentación, tan propia de nuestro tiempo, de suprimir la tensión generacional en las empresas daña significativamente su dinamismo, al tiempo en que las esclerotiza y afecta su capacidad de alcanzar resultados.

    De la mano de esta reflexión central, referimos también la necesidad de la respiración de las organizaciones, análoga a la de los individuos, y la consideración sobre la manera en que ambos procesos operan en las distintas edades de la vida empresarial.

    Comencé refiriendo dos libros que, en función de mi momento, cobraron inesperada vigencia para mí. Aunque esto me lleva inevitablemente a pensar en los en los otros muchos, igualmente necesarios, que nunca leeré, celebro las pequeñas e inesperadas luces que nos regala la reflexión filosófica cuando, como proponía Ortega, logramos conectarla con nuestras circunstancias.

    Espero que, también para otros, esta reflexión pueda tener alguna relevancia.


    [1] Nowen, Henri J.M., El regreso del hijo pródigo, Reflexiones ante un cuadro de Rembrandt, Madrid, PPC, 1998

    [2] Ortega y Gasset, José, En torno a Galileo, Madrid, Espasa Calpe, 1965. p. 56

    [3] Møller, Clauss, Heart Work Emotional Intelligence – Improving personal and organisational effectiveness, TMI

    [4] Tal fue el caso, por ejemplo de las obras de la cruz y de Concepción Cabrera de Armida, su fundadora mexicana, como lo fue en su momento el de Francisco de Asís y muchísimos otros.

    [5] Ortega y Gasset, José, Ideas y creencias, Madrid, Revista de occidente en Alianza Editorial, 2005.

    [6] Ortega y Gasset, José, En torno a Galileo, Madrid, Espasa Calpe, 1965. p.194

    [7] Rescato la expresión exacta utilizada por Ortega

    [8] En Horizontes de economía ética Jesús Conill –asumiendo que en la conciencia contemporánea ética y economía son palabras casi antitéticas- recuerda que tanto para Aristóteles como, aunque de diferente manera, para Adam Smith, la economía se encuadra en el marco de la filosofía moral. Adicionalmente, muestra como en la visión de economistas contemporáneos, como el Nóbel Amartya Sen, ambas realidades vuelven a tocarse en el horizonte. Conill Sancho, Jesús, Horizontes de economía ética, Madrid, Tecnos, 2004.

    [9] García-Marzá, Domingo, Ética empresarial, Madrid, Trotta, 2004.

    [10] Ortega y Gasset, José, En torno a Galileo, Madrid, Espasa Calpe, 1965. p. 48

    [11] Ortega y Gasset, José, El tema de nuestro tiempo, Editorial Tecnos, Madrid, 2002 p.232

    [12] Ortega y Gasset, José, La rebelión de las masas, Editorial Tecnos, Madrid, 2003

    [13] Ortega y Gasset, José, El tema de nuestro tiempo, Editorial Tecnos, Madrid, 2002 p.232

    [14] Ortega y Gasset, José, El hombre y la gente, Espasa-Calpe, Madrid, 1983 p.17

    [15] Es posible asociar este concepto orteguiano al de conciencia refleja del jesuita Teilhard de Chardin.

  10. La Vitrina y el Archivo

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    Para Francisco Garza Cuéllar
    Agradecido por su sensatez y su sentido de lo justo

    la vitrinaAlmacenamos para resguardarnos de la amenaza del caos y, en buena medida, almacenamos lo que somos. También hacemos acopio de lo que creemos ser y lo que queremos ser. Los animales guardan supervivencia; los seres humanos, material psíquico y espiritual: símbolos, conceptos y experiencias que, aún cuando son dolorosas, nos resguardan de la acechanza de la muerte, hacen posible nuestra convivencia y nuestra vida.

    Los recipientes que utilizamos para guardar (libros, chips, madrigueras, urnas, museos, papeles, cajones, bibliotecas, tumbas) constituyen la expresión material de nuestra memoria. Dichos recintos -móviles o fijos,  temporales o definitivos, improvisados o pensados largamente- son la fascinación de los historiadores y el orgullo de los investigadores. Infunden respeto, curiosidad, temor, veneración y morbo.  En su conjunto, constituyen la memoria histórica de la humanidad a la vez que expresan el espíritu humano.

    Pero el total de dichos receptáculos de la memoria -desde el escondite en el colchón, hasta el Taj Majal- tienen en realidad solo dos modelos fundamentales: la vitrina y el archivo.

    La vitrina está diseñada para exhibir lo que nos enorgullece, aún en el caso extremo de que lo que nos enorgullezca sea haberlo dejado atrás. El archivo por su parte sirve para clasificar lo secreto, incluso aquello de lo que nos avergonzarnos, pero que, en algún sentido, seguimos considerando valioso (aún cuando lo único valioso sea guardarlo). El pirata y el narcotraficante archivan en la tierra sus tesoros. El asesino, aún queriendo borrar las huellas de su crimen, diseña cuidadosamente un escondite –extraño legado- que le permita archivar sus hazañas, además de permitir al futuro distinguir la historia de la ensoñación.

    Los museos, las catedrales, los catecismos y los vestíbulos son todos ellos vitrinas, mientras que los documentos de inteligencia, las catacumbas, la teología y los laberintos pertenecen al  reino de los archivos.

    Mientras cualquier monumento es una vitrina, cualquier fosa clandestina, un archivo. Un diario íntimo es archivo y un desplegado, vitrina. Las campañas publicitarias constituyen las vitrinas de las empresas, sus tatuajes. Sus estados financieros son más bien sus cicatrices: suelen guardarse celosamente en los archivos o, en su caso, requieren maquillarse para salir a la calle.

    Existen también especies híbridas, como la biblioteca, que si bien comparten la vocación de la transparencia, presentan también -en el orgullo de sus colecciones reservadas, en el ejercicio del arte de la clasificación y en la recelosa personalidad del bibliotecario- síntomas discretos de la vanidad del coleccionista, que es un orgulloso diseñador de laberintos.

    Existen bibliotecas que al hacer su acervo visible y sus accesos amigables para cualquiera, atienden casi plenamente a la vocación de ser vitrinas. Otras que viven imaginando mecanismos para restringir el acceso a sus colecciones, hasta llegar a sepultarlas. En realidad, entre el extremo del archivo y el de la vitrina es posible trazar un eje capaz de clasificar a las bibliotecas del mundo, clasificadoras a su vez del discurso humano.

    De la arquitectura, como del arte en general, puede decirse lo mismo. Existen obras que se nos dan de un golpe, que entregan inmediata y contundentemente toda su riqueza. Otras se nos ofrecen gradualmente, como un archivo casi insondable: dosifican su misterio, lo sugieren y nos invitan a descifrarlo en el recorrido. Cuando creemos contemplarlas ya estamos en su interior, nos seducen y nos atrapan, como una trampa.

    Existen ciudades-archivo y ciudades-vitrina. Las primeras esconden celosamente su riqueza en las casas de sus millonarios; multiplican día con día sus privadas, sus rejas y sus guardias. En las segundas, para ser rico, basta salir a las calles. En ellas ocurre la vida, se exhibe la belleza y el urbanismo se encarga de propiciar encuentros y experiencias.

    La vida social se construye cuando archivos y vitrinas cumplen su vocación. Pero se destruye explosivamente cuando se confunden.

    Así, mientras la falta de transparencia es un pecado fundamental de lo político, la indiscreción y el impudor, como todo lo que viola el derecho a la intimidad, constituyen una trasgresión igualmente grave, pero de sentido opuesto: la usurpación de lo íntimo.

    La transparencia es una virtud pública, pero un pecado privado. La discreción es una virtud privada, pero un pecado político. Quien archiva información pública y quien cabildea asuntos de interés público en la oscuridad dañan tanto lo social como los chismosos. Y la confusión de lo público con lo privado es un gran mal de nuestro tiempo.

    La secuela más desgarradora del pecado de esconder lo que debiera exhibirse, la más dramática, es la que se grava en el rostro de los familiares de los desaparecidos. Son mujeres y hombres privados del derecho elemental de conocer el destino de sus seres queridos, del de abrazarlos o enterrarlos. Junto con sus procesos de duelo, quedan suspendidos en el tiempo de manera indefinida, como fantasmas.

    En el extremo opuesto se viola el derecho a la intimidad, se exhibe en una vitrina lo que debería ser secreto. Se rompen así la inocencia y el silencio. Se profana el templo de la intimidad, se trasgreden sus fronteras, se desconocen, se borran. Junto con ello, muchas vidas se destrozan; quedan estigmatizadas o condenadas a la maldición del destierro. Muchas historias mueren antes de poder ser contadas. Entonces provocamos la repetición de la una maldición mitológica, la de la caja de Pandora.

    A todo pecado, una tentación. La que invita a esta monstruosa confusión es el morbo. Por conocer la intimidad de los famosos dejamos a los medios invadir la nuestra propia. Mientras patrocinamos a los paparazis, renunciamos al silencio, que es condición de lo humano. Los medios de comunicación explotan nuestra malsana curiosidad para elevar su rating. Al mismo tiempo, se ponen al servicio de intereses privados, traicionando su esencia y su vocación, que son públicas.

    Una sociedad descompuesta emparienta pues al avaro y al chismoso, dos tipos humanos en apariencia excluyentes.  El impudor y la invasión de lo privado se encuentran con vicios aparentemente contrarios como la negociación cupular y el ocultamiento de lo público, que son caldo de cultivo para la corrupción.

    Existen otros casos en los que la estancia en un archivo y en una vitrina son dos momentos necesarios de un mismo proceso.

    La madurez de los procesos creativos por ejemplo exige en una fase determinada un tránsito del archivo a la vitrina. La dinámica poética, que se origina en el más privado de los archivos, exige en un momento dado el ejercicio impúdico de la publicación. En dichos casos, el tiempo juega un papel definitivo. Mientras los millones de versos que lo que no se publican -como el agua que se estanca- se pudren, un poema publicado prematuramente puede matar a un poeta.

    La posibilidad de distinguir entre estos dos grandes tipos de recipientes constituye sin duda uno de los más grandes retos para la prudencia. ¿Qué debemos archivar y qué exhibir? ¿Cómo encontrar la frontera entre lo privado y lo público? ¿Dónde guardar qué cosa? O en su caso, ¿cuándo llega el momento de trasladar las cosas de un lugar a otro?

    Estas preguntas nos interpelan hondamente porque en el fondo –y tal vez ahí esté la genialidad de la constitución humana- somos archivos y vitrinas simultáneamente: seres abiertos hacia fuera y hacia adentro, publicistas y bibliotecarios, arqueólogos y periodistas, investigadores públicos y privados, potenciales avaros o chismosos.

    Estamos llamados tan solo llamados a alternar sabiamente el hacia fuera con el hacia dentro, a salir a la calle, pero dormir en casa, a respirar, a distinguir lo público de lo privado, a guardar nuestros sueños, posibilidades y experiencias unas veces en archivos y otras muchas, en vitrinas. En esta vocación se expresa uno de los llamados más sutiles de la sabiduría y la prudencia humanas.

  11. Diversión y Conversión

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    Para Jorge Font,
    con quien me convierto

    diversión–Silencio, ¡que nadie ha venido aquí a divertirse!

    Un viejo aficionado en la plaza de toros de Sevilla no pudo soportar a un par de niños que corrían y gritaban a su alrededor.

    ¿Entonces, a qué se va a los toros? Casi cualquier contemporáneo pudiera preguntárselo, dado que la diversión es cada vez más una de las aspiraciones fundamentales de nuestra gente y de nuestro tiempo.

    Los niños en la escuela valoran un día de clases en la medida en que les resulta divertido. Los padres de familia nos esforzamos por organizar fines de semana divertidos para nuestros hijos. Los profesores universitarios se ven crecientemente presionados por divertir en sus clases. A los consultores de empresas nos piden que nuestras conferencias y talleres diviertan. La industria del entretenimiento gana año con año espacios, capitales e inversionistas. La postmodernidad ha generado, quizás por primera vez en la historia, profesionales de la diversión, que son como los ministros de un nuevo culto.

    A los ojos de la nueva religión el aburrimiento es un pecado. Éste se convierte en una expresión contemporánea del mal, en una especie de demonio postmoderno que todos quisiéramos exorcizar.

    Pero, paradójicamente, en la medida en que nuestra obsesión por la diversión crece, el aburrimiento se posiciona como uno de los rasgos fundamentales de nuestra vida cotidiana y de nuestra cultura.

    Parece que nos aguardara en otro momento del día, de la semana o de la vida, que nos persiguiera como una maldición, que fuera una sombra que difícilmente pudiéramos arrancar de nuestra vida.

    Podemos pensar incluso que en la medida en que nos esforzamos por divertirnos, alimentamos el aburrimiento futuro; que éste termina siendo del tamaño de aquella; que nos acecha vengativamente, como un castigo o como una maldición; que estamos hablando de las dos caras de una moneda perversa: de un círculo vicioso. Soportamos un trabajo enajenante sostenidos por la promesa del final de la jornada. Pero cuando éste llega, la energía suele alcanzarnos tan solo para preparar el siguiente día laboral.

    Imaginamos entonces el fin de semana, que promete siempre divertirnos, que lo logra en ocasiones pero que normalmente, el domingo por la tarde, nos deja deprimidos[1].

    Nos queda el consuelo de las vacaciones. ¿Pero, debe la realización de una vida medirse por sus tiempos de excepción? ¿No se trata acaso de un ideal difícil de sustentar y de admirar? ¿No son acaso unas divertidas vacaciones la zanahoria que hace tolerable nuestra enajenación laboral y que, además, no siempre prometen lo que ofrecen? ¿Es acaso la enajenación vacacional directamente proporcional a la laboral?

    He conocido trabajadores que al llegar a la jubilación que ante su nueva situación -y en un mundo que confunde el empleo con el trabajo- perdieron el último soporte que daba sustento a su existencia.

    El sueño de toda una vida dedicada al trabajo[2] –una especie de diversión sin fin- había llegado, disponían finalmente del tiempo que por tantos años habían ahorrado[3], pero, aún en los casos en que su salud y sus finanzas se los permitían, no supieron ya qué hacer con él.

    Todo esto nos lleva a sospechar que la diversión y el hastío son dos momentos de un mismo proceso nefasto, que en la medida en que nos esforzamos por oprimir el enajenante resorte del aburrimiento, lo hacemos surgir después, con mayor fuerza, que el esquema de vida que promete desintoxicarnos, nos intoxica.

    ¡Qué diferente a esta lógica perversa es la sabiduría judía del jubileo, la del día del Señor, la que cada siete años invitaba a los que trabajaban la tierra a renovarla -y a renovarse- en el descanso, la que propone a los comerciantes perdonar a sus deudores e invita a las comunidades a reinventarse en la reconciliación y en el perdón!

    ¿Pero dónde estriba la diferencia entre un círculo virtuoso y uno vicioso en el manejo de nuestro tiempo?

    Desde mi punto de vista la clave se encuentra precisamente en el sentido, en el significado humano que logramos imprimirle a nuestro actuar, tanto en lo cotidiano como en lo extraordinario: en preguntarnos no tanto cuándo descansar, sino si nuestro quehacer nos significa verdaderamente.

    Michel Tournier encuentra en el corazón una clave para entender la manera como los creativos, esos que nunca parecen tomar vacaciones, descansan:

    “Pensemos en el corazón. Siempre hay que pensar en el corazón. Los músculos de nuestro cuerpo necesitan de promedio unas ocho horas de sueño cada día para descansar. Sólo un músculo escapa a esta discontinuidad, el músculo cardiaco. ¿Quiere ello decir que no descansa? Muy al contrario, sin duda descansa más y mejor que todos los demás. El secreto del corazón consiste en que descansa durante la fracción de segundo que separa dos latidos. Dicho de otro modo, su reposo, su sueño, sus vacaciones están pulverizadas e íntimamente ligadas con el trabajo”[4].

    Es difícil imaginar a un escritor que deje de alimentar su proceso creativo en periodos vacacionales. Muchos de ellos no sólo terminan escribiendo sobre sus vacaciones o en sus vacaciones, sino que reconocen que el ocio constituye un elemento esencial de su proceso creativo. Es difícil también imaginar a un Mozart esperando ansiosamente la hora de salida para poder dejar de lado la composición de una sinfonía y salir a divertirse. Tampoco es fácil imaginarlo aburrido.

    En el fondo –y mucho más allá de que vacacionemos como el corazón o como los demás músculos del cuerpo- parece que quienes logran hacer de su trabajo una vocación, pueden ciertamente necesitar el descanso, pero no ansían compulsivamente divertirse.

    Su testimonio sugiere que, mucho más allá de la diversión, un ideal digno de la vocación humana es el de la conversión.

    La diversión es un viaje turístico que nos saca de nosotros mismos. La conversión nos invita a acceder al misterio de la nuestra interioridad, a ser peregrinos. La una es pariente del vértigo, la otra, lo es del éxtasis[5].

    La diversión está orientada al relajo, necesariamente nihilista[6]; la conversión, a la fiesta, cargada de identidad y de sentido comunitario. Mientras la diversión se alimenta de ruido y de evasión, la conversión se nutre del encuentro y el silencio. La una gusta de la mecánica comicidad, la otra del humor.

    Quien se divierte va cada vez más rápido en pos de emociones cada vez más intensas (¿deberíamos decir extensas?) que lo dejan cada vez más vacío. Desea entretener su existencia, ansía matar el tiempo, pero se termina, en mayor o en menor medida, suicidando.

    ¿Entonces, los creativos no descansan?

    Lo hacen, por supuesto. Pero en función de su trabajo y su cansancio, que son también de diferente orden. No sólo descansan como el corazón, sino también con el corazón: no se lo quitan para descansar, como tampoco lo dispensan del trabajo.


    [1] Víctor Frankl, padre de la logoterapia y del análisis existencial, consideraba a la neurosis dominical  un síntoma inequívoco de la neurosis noogena, esa falta de sentido que constituye a su juicio la enfermedad fundamental de nuestro tiempo. Cfr. Frankl, Víktor, Ante el vacío existencial, Barcelona, Editorial Herder, 1987 o bien Frankl, Víktor, El hombre doliente, Barcelona, Editorial Herder, 1990

    [2] Viene bien recordar que la desgracia de los trabajadores, así como su ardiente necesidad de reposo y la vinculación trabajo-empleo no se dieron sino hasta la industrialización, misma que no deja de ser una novedad histórica.

    [3] Utilizo aquí la genial metáfora propuesta por Michael Ende en Momo. Los hombres grises son personajes que sostienen su fantasmagórica existencia a condición de alimentarse del tiempo que invitan a otros a ahorrar, haciéndolos creer éste es susceptible de ser atesorado. Ende Michael, Momo, México, Alfaguara, 1995

    [4] Tournier, Michel, Celebraciones, Barcelona, El acantilado, 2002, p. 241

    [5] Cfr. López Quintás, Alfonso, Cómo formarse en ética a través de la literatura, Madrid, Ed Rialp 1994, p.40-42

    [6] Cfr. Portilla, Jorge, Fenomenología del relajo, México, Fondo de cultura económica, 1984

  12. ¿Qué nombre le pondremos?: sobre el privilegio humano de nombrar

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    Para mis padres,
    porque me constituyen al nombrarme.

    que nombreEntre los sutiles pero muy significativos regalos que rompen e iluminan nuestra rutina, la posibilidad de nombrar destaca por su magia y su profundo sentido humano. De niños bautizamos mascotas y juguetes; en la adolescencia el lenguaje metafórico nos permite adueñarnos del naciente mundo de nuestras emociones; soñar con el nombre de un primogénito constituye un ritual secreto, casi necesario, del noviazgo, mientras que, como adultos, la sociedad nos confiere el privilegio de la nomenclatura como un reconocimiento de madurez y autoridad, atributos que se destacan muy especialmente cuando, como padres, ejercemos el derecho, encantador, de bautizar a nuestros hijos.

    En lo social, la práctica de bautizar los espacios públicos está asociada necesariamente al poder. Así como en el gremio de la medicina es común reconocer la obra de los más destacados galenos otorgando sus apellidos a bacilos, síndromes, enfermedades o bacterias, conceder a alguien el nombre de una calle constituye una especie de beatificación pagana que lo convierte en prócer. Como todo proceso canónico, éste cuenta con rigurosos procedimientos jurídicos, censores y sacerdotes a los que por cierto se recomienda de no canonizar en vida a nadie, sólo previniendo que se le ocurriera, ya siendo calle o monumento, dejar de ser ejemplar.

    Los cambios en la nomenclatura en el espacio público reflejan acomodos en el ejercicio del poder. La desintegración de la Unión Soviética devolvió a la San Petersburgo y a Volgogrado sus nombres originales, como queriendo borrar de la historia los nombres revolucionarios de Leningrado y Stalingrado. En la Sudáfrica contemporánea se ha impuesto el ritual de reivindicar a las víctimas de atropellos históricos sustituyendo en las calles el nombre de sus agresores por el suyo propio.

    La nomenclatura de las calles mexicanas refleja contundentemente nuestra identidad: habla de nuestro sincretismo, de la historia de nuestras concesiones políticas, de la pasión y la apatía, tan mexicanas, de nuestras traiciones, nuestra memoria y nuestra amnesia. Desde nuestra religiosidad anticlerical, ese juarismo guadalupano tan nuestro, hemos generado nombres como San Miguel de Allende, San José Insurgentes o Santa Martha Acatitla: surrealistas para otros, comunes para nosotros.

    Sería maravilloso descubrir qué hizo posibles nombres de calles como “ahorro postal” o “conmutador” o “año de Juárez” o el de las colonias “sinatel” o “crédito constructor”. ¿Cuál sería la ironía del destino que obligó a coincidir en una esquina citadina al agrarista Lázaro Cárdenas con Francisco I. Madero, o al humanista Antonio Caso con el positivista Gabino Barreda? ¿Podrán nuestros hijos o nietos citarse en la esquina de Fox con López Obrador?

    Volviendo a ellos, vale la pena entender que, al bautizarlos, nos movemos de manera más o menos consciente por al menos tres ejes de decisión.

    Continuidad-ruptura

    Así como el ser humano se define tanto por su historia como por sus anhelos, la forma en que nombramos a nuestros hijos  acentúa también nuestra vocación por el pasado o por el porvenir.

    Por eso el primero de dichos ejes inconscientes de decisión se sostiene por un lado en la repetición y por el otro en la voluntad de cambio. En él, los  padres nos preguntamos inconsciente pero necesariamente qué tanto deseamos heredar a nuestros hijos nuestra propia suerte.

    Esta pregunta cobra un dramatismo especial en las culturas cuya identidad se encuentra amenazada. En nuestras comunidades indígenas la práctica de dar nombre a las nuevas generaciones expresa dramáticamente su lucha por la supervivencia. Quienes otorgan a sus hijos nombres innovadores, como quienes dejan atrás su vestimenta tradicional, apuestan tácitamente por un futuro diferente para ellos. Quienes siguen la tradición de bautizar a sus hijos con los nombres de padres y abuelos optan por el fortalecimiento de su identidad tradicional. En esto, comunidades como la judía -que han sabido amenazada su supervivencia- son especialmente sensibles.

    Entre los grupos afroamericanos de los Estados Unidos es posible encontrar nombres como Orangejelow literalmente extraídos del supermercado (por no recordar el recontracitado caso de Johndeere), mientras que en las familias indígenas mexicanas surgen nombres como Jennifer, Heidi, Alan o Brian. De ahí que el registro civil es un lugar idóneo para quien desee investigar sobre el orgullo de pertenencia a un grupo social, su voluntad de transformación, la historia del cambio en sus paradigmas y sus arquetipos de progreso.

    La decisión sobre la conveniencia de bautizar a nuestros hijos con nuestros propios nombres constituye una expresión doméstica de este mismo dilema con el que acentuamos nuestra necesidad de honrar nuestro linaje u optamos por el ejercicio de la libertad.

    Creencia- ideología

    Al bautizar a nuestros hijos damos cuenta necesariamente de cosmovisión casi a la manera de un test proyectivo en el que la carga valoral cero es imposible. Podemos sin embargo allí apelar a nuestras ideas o a un terreno mucho más hondo, el de nuestras creencias, ese lugar que, como diría Ortega y Gasset, no pensamos, sino que habitamos.

    En la medida en que los nombres de nuestros hijos son pensados, tienden a ser ideológicos. Cuando no los reflexionamos tanto, reflejan normalmente nuestras creencias. En el primer caso registramos a nuestros hijos, en el segundo, los bautizamos.

    Dado que existen religiones laicas e ideologías forradas de religiosidad, no es fácil realizar un catalogo de nombres en este eje. Podemos sin embargo sospechar que en el extremo ideológico del mismo se encuentran nombres como Viétnica, Martí, Lenin o Lenia, que busca ser su femenino.

    Ética-estética

    Tradicionales e innovadores, hijos de la ideología o de las creencias nuestros nombres se ubican en el extremo ético de un tercer eje de análisis y decisiones.

    Pero la sensibilidad de nuestro tiempo parece alejarse cada vez más del nombre que un hijo debe tener, para acercarse crecientemente a aquel que más nos gusta, mejor combina con sus apellidos o nos parece más bello. Cada vez somos más conscientes de que con un nombre bello damos a un hijo la bienvenida al mundo, agradecemos su existencia, la celebramos.

    El incremento de tocayos contemporáneos habla de la influencia de la moda en los nombres y revela esta tendencia hacia lo estético. Nombres como Diego, Santiago, Daniel o Sebastián e incluso María, que de alguna manera habían caído en desuso fueron rescatados en generaciones recientes.

    Paradójicamente, el esteticismo puede también, en la medida en que se esfuerza, generar nombres atroces, verdaderamente lamentables. Puede incluso caer en el estilismo que, si en las artes constituye un signo de decadencia, en el registro civil, bien puede serlo de nihilismo y vacuidad.

    Pero mucho más allá de esta reflexión, de los ejes desde los que creamos y recreamos nombres, de lo mucho que bautizar pudiera decirnos sobre la esencia del poder y de la vida en sociedad, esta práctica constituye un ritual doméstico especialmente gozoso y significativo -un matiz exquisito en la fiesta de ser padres- que bien vale la pena ejercer y disfrutar.

  13. Cronos y Kairós

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    Para Analú,
    por quien asumo el reto

    cronosLa continuidad y la ruptura apelan de manera casi irremediable a ese sistema de preferencias y desdenes que somos. Aparecen como los destinos de un dilema que, como tal, nos obliga a tomar postura, a elegir y a renunciar. La vocación de renovar, asociada a la juventud, la rebeldía y la izquierda, se presenta a nuestra inteligencia como excluyente del espíritu conservador, de la arqueología, del culto al recuerdo, de la vejez y de la disciplina.

    Optamos ideológicamente por uno de esos dos sistemas lingüísticos. Desde su bien diferenciado diccionario construimos un discurso más o menos convincente y más o menos aguerrido. En discusiones de pareja y en decisiones de consejo, en el irremediable alegato sobre la crisis postelectoral y en las negociaciones con los adolescentes nos descubrimos recurriendo algunas veces al discurso de la conservación. Otras, al del cambio.

    Pero el arte –siempre hay que escuchar al arte- cuestiona los dilemas falsos de nuestras ideologías, para regresarnos a la vida. Una composición musical sin un mínimo de repetición -un patrón rítmico o melódico, cierta consistencia en la armonía- sería sencillamente inaudible, caótica. Sin elementos creativos capaces de sorprendernos, sin fuga, nos condenaría a la monotonía y a la locura.

    La vida -que, como la literatura y la música, puede catalogarse entre las artes del tiempo- tampoco es soportable sin los ingredientes de renovación y repetición. El más rebelde de los adolescentes construye nuevas liturgias a las que se entrega devotamente, mientras que el viejo conservador sale al parque buscando inconscientemente que, junto con el alivio del sol, algo lo sorprenda, que alguien lo rescate de su tedio, que le recuerden la vida.

    Vivimos en un juego de encantados en el que requerimos de una base firme que nos permita asirnos. Pero, junto con ella, requerimos que nuestra base se queme para realmente jugar. Nos lanzamos rítmicamente a la incertidumbre, para volver luego a nuestro refugio. Estando en él, añoramos la aventura. Ante la amenaza de la desintegración, apreciamos la base nuevamente.

    Cuando nos aferramos al refugio, cuando perdemos la infantil capacidad de asombro, el hastío llega a adquirir tonalidades infernales. Cuando, por el contrario, perdemos la memoria, esa maravillosa posibilidad de recuperar lo andado, la cotidianidad se torna insoportable hasta en sus nimiedades. Caemos en un estado de indefensión cada vez mayor ante la vida: tal es el drama de la enfermedad de Alzheimer. Curiosamente, en ambos extremos se asoma la demencia.

    Pero, si en verdad somos de tiempo, la singular historia de nuestras pérdidas y la amenaza, más o menos inminente y más o menos sentida, de la muerte nos imponen la necesidad de anclar nuestra vida en puerto seguro o la de reinventarnos, como una imperiosa necesidad existencial. A pesar de nuestra ideología, hay momentos en nuestra vida que nos invitan a asirnos, otros que nos urgen a la renovación. ¿Es acaso eso lo que realmente define nuestra edad?

    Cada momento histórico tiene también una edad. La antigüedad grecolatina, al igual que la mesoamericana, manifestó su opción por la repetición imaginando un calendario circular. Un ciclo de vida replicaba al anterior. La ritualización que marcaba el inicio de una nueva era, un nuevo sol por ejemplo, era la re-presentación de su cosmogonía. Cosmos y caos volvían a colisionarse. Junto con un nuevo ciclo, se volvía a crear el mundo. La modernidad por su parte dibuja un tiempo lineal que, como nuestra escritura, va de izquierda a derecha, de atrás hacia delante y, por supuesto, de peor a mejor: pone su apuesta en la renovación. La postmodernidad se define como desencanto frente a las certezas del progreso, como cuestionamiento. Se mira a si misma como un punto perdido en un espacio infinito, desligado de cualquier otro, sin antecedentes ciertos ni destino claro.

    De la manera como individualmente transitamos el tiempo hacemos también, aunque de manera poco consciente, una representación geométrica o, si se prefiere, una línea melódica. Nos sabemos ejecutando una melodía predecible o sorprendente, transitando un tiempo lineal o de vuelcos insospechados.

    Cuando, además, soñamos el coincidir en pareja y el compartir la existencia comunitariamente como un milagro posible y como una vocación, la complejidad aumenta exponencialmente.

    ¿Qué ocurre cuando un hombre, por su historia personal, a pesar de si mismo, por una especie de configuración vital, requiere asirse a la disciplina, mientras su mujer se siente asfixiada por la rutina, incluso la de saberse amada, y le urge reinventar su existencia? ¿Pueden convivir la necesidad existencial de la rutina y la de la ruptura en una sola historia familiar? ¿Cómo repercute dicha colisión en nuestra intimidad? ¿Puede este contraste de necesidades existenciales enriquecer nuestra moral personal o está destinado a quebrarla?

    Tales son los cuestionamientos que Federico Reyes Heroles propone en Canon: Como la obra musical que es, como la vida, esta novela contrasta rítmicamente pensamientos y acontecimientos. A manera de pequeñas notas, de profundidad filosófica, las reflexiones, lejos de perdernos de la historia o de imponernos una lectura unidimensional de la misma, producen una narrativa única. Como en un buen concierto, lo que aparentemente compite, termina haciendo sinergia.

    Es difícil no encontrar en esa obra algo de ese juego de anacronías y sincronías, que es el amor. Es difícil no encontrar allí fragmentos de nuestra propia historia amorosa y del discurso con que la reconstruimos al nombrarla.

    Si el tiempo de la repetición es el cronos griego, emparentado con el reloj, con lo cotidiano y, finalmente con un sistema de medición en el que cada segundo vale lo mismo, el de la ruptura intuye el kairós, el tiempo de la mística y la estética, el del encuentro amoroso, ese que al alcanzar la coincidencia de los ahoras, nos permite degustar lo eterno.  El cronos se diagrama en el eje de las x, el kairós en el de las y: sugiere no el transcurrir, sino el acontecer. Es el momento oportuno: el de la fiesta y la presencia, aquel en que los amantes olvidan al reloj, el de las experiencias que retan a muerte a la muerte y la derrotan.

    Agenda, logística, serie, calendario, secuencia y razonamiento son palabras que están emparentadas con el cronos. Encuentro, esperanza, coincidencia, eternidad e intuición lo están con el kairós.

    Nuestra humanidad puede entenderse como el punto en que se cruzan ambos ejes. Somos inmanencia y trascendencia, eternidad e historia. Se nos ha catalogado con razón como anfibios ontológicos.

    Canon nos recuerda que la danza del cronos y el kairós ocurre, como en cada obra musical, en cada pareja y en cada familia. Advierte que quien, como Mariana, huye del demonio de la repetición, puede edípica y paradójicamente calcar la historia de sus padres.

    Para quienes compartimos la vida en pareja la novela se transforma necesariamente en un cuestionamiento radical, no exento de angustia. ¿Nuestra necesidad de asirnos mediante la disciplina a la existencia está destinada a asfixiar a quien amamos, cuando requiere genuinamente alimentarse de la fuga? ¿Justifica nuestra genuina necesidad de oxígeno traicionar un proyecto de vida en común? ¿Deben nuestras ideas sobre el matrimonio volverse en contra de la vitalidad de nuestra pareja y contra el eros? ¿O pueden nuestros principios resistir la prueba de la vitalidad para morir y resucitar con ella? He aquí cuestionamientos de los que, una vez que hemos recorrido la novela, no podemos escondernos, so pena de traicionarla y traicionarnos.

    Nos queda la esperanza de reencontrar la libertad como ingrediente esencial del amor. Nos queda la gratitud frente a la improbable coincidencia, el diálogo vivo como vocación, el reto de, siendo sombra del otro, poder sintetizar canon y fuga en una espiral que, como la ofrenda musical de Bach, como los cuadros de Escher, se convierta en la expresión finita, cronológica, de un kairós.

    Si el amor es realmente un juego de encuentros y desencuentros, si la vida es verdaderamente un juego de encantados, cuando el abismo secuestra nuestra libertad, cuando quedamos a merced del caos, nos queda la vocación de desprendernos de nuestras propias certezas ideológicas y éticas, para reencontrarnos con el otro, nos queda también la esperanza de ser redimidos por alguien que, aún a riesgo de abandonar su propio sistema de certidumbres, de aventurar rallentandos y accelerandos, esté dispuesto a mirarnos.

  14. Sombreros para pensar

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    sombrerosLa creatividad de Edward de Bono[1] propone una metáfora cuya capacidad de expandir nuestra capacidad cerebral para analizar problemas y tomar de decisiones está probada. Se trata de la asociación de un sombrero de determinado color con un tipo de pensamiento específico: así, acceder al juego que De Bono nos propone supondría que al ponernos real o imaginariamente en la cabeza un sombrero de determinado color, filtramos ciertos aspectos de la realidad para contemplar exclusivamente otros.

    Sombrero blanco: los datos

    La primera forma de mirar contemplada por el autor es la del sombrero blanco que simboliza la mirada fría, desapasionada y estadística, que podemos hacer de la realidad. El sombrero blanco es un aficionado de los datos y las cifras: mira los hechos específicos y concretos que la realidad nos presenta. Un sombrero blanco vería por ejemplo en la ciudad de México lo que el INEGI puede ver en esta ciudad: número de habitantes,  el crecimiento anual de la población la cantidad de metros cúbicos de agua que se consumen por segundo, la densidad de población, su aportación al PIB nacional…

    El sombrero blanco nos permite trascender nuestras primeras impresiones y nuestras opiniones para tener un conocimiento más objetivo de las cosas.

    Sombrero rojo: lo siento mucho

    Con esto color y este sombrero De Bono simboliza la percepción emocional de la realidad: nuestros sentimientos. ¿Cómo me siento con respecto a algo?, ¿qué emociones me provoca? son preguntas que disparan al sombrero rojo y que son frecuencia no son fáciles de responder sin traicionar. Este rojo está destinado a la gama de filias y de fobias que nos son posibles frente a las cosas. La alegría, la pasión, el entusiasmo, la frustración, la emoción, el coraje, la ira, el miedo, el dolor son materia prima de este enfoque. Al pensar en la ciudad de México, un sombrero rojo exclamaría, siempre entre signos de admiración, algo así como ¡me da miedo vivir allí!, ¡me emociona pensar que mis abuelos llegaron de tan lejos para establecerse en este lugar! o ¡me da coraje lo que pasa aquí!.

    Este sombrero nos permite situarnos subjetivamente ante las cosas, conocer el impacto que generan en nosotros y la reacción que nos generan.

    Sombrero amarillo: lo que de bueno tienen las cosas

    El sombrero amarillo es para De Bono el del optimismo. Se trata de un sombrero capaz de encontrar el aprendizaje y el factor positivo de cualquier situación, hasta en aquellas que a los ojos de otros pudieran más difíciles. Siguiendo con nuestro ejemplo, lo imaginamos destacando la enorme riqueza cultural de la ciudad de México, su clima, la muy variada gama de posibilidades que ofrece al arte, la cultura y los espectáculos y un largo etcétera.

    Sin un poco al menos de sombrero amarillo en realidad no pudiéramos ni siquiera levantarnos de la cama. ¿Quién pudiera hacerlo si no pensara que el día puede ofrecerle algo positivo? que

    Sombrero negro: lupa para lo que no va bien

    El color de este sombrero habla por si mismo. Es el encargado de mostrar las limitaciones, objeciones, dificultades y diversos aspectos negativos de cualquier realidad o proyecto.  ¿Quién no conoce a alguien que suela mirar desde este sombrero?. Paradójicamente, su enfoque es necesario precisamente para calcular riesgos, construir escenarios y encontrar posibles tropiezos que sin el nos sería imposible mirar.

    Sombrero verde: la creatividad

    Mientras los sombreros precedentes se han preocupado por describir la realidad, el sombrero verde parece decirles: yo voy a generar una realidad nueva y distinta. Y es que este sombrero representa la creatividad humana, esa gran posibilidad de todos nosotros. En una ciudad como la de México el sombrero verde encuentra infinitas posibilidades para crear:  imagina teleféricos de su casa a su oficina, sueña con grandes ventiladores capaces de abatir la contaminación, con túneles y ciudades subterráneas, con nuevas vías de transporte. Toma el riesgo de pensar diferente, incluso el de ser criticado, como lo han sido todos los sombreros verdes de la historia, a quienes por cierto debemos tanto.

    Sombrero azul: unir para decidir

    El azul es de alguna manera el coordinador del pensamiento. Si a los demás sombreros han hecho una labor de análisis (de división), al azul le corresponde hacer la operación inversa, de síntesis: volver a unir lo dividido para tomar decisiones. Síntesis y toma de decisiones son dos conceptos que retratan perfectamente este sombrero.

    Para comprobar la efectividad de este modelo, a la vez simple y profundo, basta recordar la mayor de las preocupaciones que ocupan nuestra cabeza en este momento, en ese problema que actualmente nos “quita el sueño” mayormente, tomar papel y lápiz e intentar describirlo desde el punto de vista de los seis sombreros. ¿qué datos tengo?, ¿cómo me siento al respecto?, ¿qué hay de positivo en dicha situación?, ¿qué me reporta de negativo? ¿qué puedo crear con base en ello?, ¿Qué decido hacer considerando todo lo anterior?. Una vez realizado el ejercicio -e independientemente del resultado, que suele ser sorprendente-  es importante reflexionar sobre el proceso: ¿qué sombrero me fue más fácil de utilizar?, ¿cuál el más difícil?, ¿logro tener una perspectiva diferente ante mi problema?, ¿cómo me siento ahora frente al mismo? son preguntas que nos ayudan a caminar en este sentido.

    El sombrero morado: un recurso siempre a nuestro alcance

    El modelo de De Bono no bueno, pero no es infalible. Incrementa de manera increíble la probabilidad de resolver un problema, sobre todo cuando este ha sido bien planteado, pero no es infalible. Por eso nos permitimos agregar un sombrero más al modelo original de De Bono: el del humor, de color morado, dispuesto siempre a mostrarnos que somos más grandes que el peor de nuestros problemas no resueltos y que cuando nos reímos de nosotros mismos hacemos un tácito ejercicio de esperanza.

    Y es que cuando no se resuelve un problema todavía tenemos la alternativa del drama o la de la comedia. Si sucumbimos ante una situación externa y nos dejamos aplastar por ella, el problema habrá ganado, si por el contrario podemos ponernos por arriba de la adversidad y de nuestros fracasos mediante la risa damos testimonio de la dignidad de nuestra persona.

    BIBLIOGRAFÍA

    Barron, F., Personalidad Creadora y Proceso Creativo, Ediciones

    Madrid, Marova, 1976

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    The Nature of Creativity, Nueva York, CambridgeUniversity Press, 1988

    Gardner, Howard, Inteligencias Múltiples “La teoría en la práctica”, Editorial Paidós, Buenos Aires 1993

    Gardner, Howard, Mentes Creativas, Ediciones Paidós Testimonios,

    Barcelona 1993

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    Newell, A., y H. Simon, Human Problem Solving, Englewood Cliffs,

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    Sánchez, Margarita A. de, Creatividad, Creatividad  Guía del Instructor

    Editorial Trillas

    Schank, R.C., Creativity as a Mechanical Process, The Nature of Creativity

    Nueva York, CambridgeUniversity Press, 1988

    Sefchovich, Galia, Creatividad para adultos, Editorial Trillas

    Simonton, D.K., Creativity, Leadership, and Chance, The Nature of Creativity

    Nueva York; CambridgeUniversity Press, 1988

    Spencer, S., Being Different, New York Times Magazine, New York, 1991


    [1] De Bono, Edward, seis sombreros para pensar ed granica

  15. Las Instituciones de Servicio como extensiones del Hogar

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    las institucionesAl México Tradicional no deja de parecerle extraña la idea de velar a los muertos en “una agencia” profesional.

    Prefiere seguir despidiendo a sus muertos en casa.  Allí puede convivir directamente con ellos.  La muerte pasa a formar parte del paisaje familiar; se le afronta de manera directa y cotidiana; se le llora, se le reza y se le procesa en familia.

    Esta es una de las muchas funciones de la vida familiar tradicional que la modernidad ha transladado a instituciones de servicio profesionales y especializadas.

    La creciente complejidad de nuestra sociedad ha exportado a organizaciones sociales funciones como la educación, la salud, la alimentación, el vestido, y el ahorro, tradicionalmente realizadas en el hogar.

    Y es en dicho movimiento social donde se encuentra el origen histórico de nuestras actuales instituciones de servicio. De ahí que sea posible visualizar a los restaurantes como una prolongación de nuestro propio comedor, así como descubrir en los hospitales la extensión de nuestros remedios caseros; en las escuelas, nuestros consejos; en los hoteles nuestras recámaras y en los bancos el fondo de nuestros colchones.

    Desde una cotidianidad cansada, tensa y enajenante, el hombre contemporáneo intuye por ejemplo la función de restauración de fuerzas que realizan nuestros comedores contemporáneos: el origen y el sentido de la palabra “restaurante”. Busca, aún de manera inconsciente, restablecer en ellos la energía perdida, restaurar su interioridad, respirar anímicamente.

    Entonces, el ambiente, la comida y el espacio se transforman sólo en símbolos de un proceso íntimo, profundamente humano.

    Los huéspedes de un hotel o un hospital mantienen una esperanza análoga; buscan restablecer fuerzas y autoconfianza para la vida cotidiana, esperan la calidez afectiva que facilita los procesos humanos fundamentales; intuyen profunda y vivencialmente la relación existente entre la hospitalidad, el hotel, el hospital y el hogar.

    BENEFICIOS DE LA EXTENSIÓN

    La eficiencia y el profesionalismo con que podemos hoy atender dichas actividades de servicio constituye la primera gran ventaja de dicha extensión.

    El mundo de los servicios médicos (contra el de los remedios caseros) puede aportar ejemplos contundentes en este sentido. El sustancial incremento de la esperanza de vida de los mexicanos, la erradicación de enfermedades que constituían verdaderas amenazas sociales y la disminución de la mortandad infantil constituyen algunos de ellos.

    México cuenta con especialistas del más alto nivel en el mundo de la medicina y profesionaliza crecientemente las áreas de servicios hoteleros, restauranteros, financieros, etcétera.

    La exportación a instituciones sociales de funciones de servicio tradicionalmente concentradas en el hogar ha permitido también el desarrollo y aplicación creciente de tecnología en materia de servicio.

    En la medida en que una institución de servicio crece, aumenta normalmente sus posibilidades de vincularse al movimiento tecnológico global.  Una gran cadena o franquicia de restaurantes por ejemplo, puede incorporar a su operación con relativa facilidad procedimientos y herramientas modernas, provenientes de todo el mundo. Lo hace con mayor facilidad que un restaurante aislado y, por supuesto, con mayor facilidad que un comedor familiar.

    De ahí que la actual cultura global facilite a estas instituciones un desarrollo y una sinergia tecnológica sin precedentes en la historia.

    RIESGOS Y RETOS DE LA EXTENSIÓN

    Pero trasladar y profesionalizar funciones de servicio del hogar a la empresa conlleva también riesgos y retos que es importante afrontar y que normalmente ocurren en el incuantificable y esencial terreno de lo humano.

    Entre ellos los más relevantes son:

    La masificación y el trato impersonal

    La sobreespecialización

    El mercantilismo y

    La pérdida del sentido social y humano en el servicio

    1.- Masificación y trato impersonal

    La dimensión de la sociedad de masas, su inmensidad, conlleva a un trato impersonal (y por lo tanto despersonalizante) que impacta especialmente las funciones de servicio y que se hace patente en el tránsito de la tienda de abarrotes al supermercado, de la visita médica domiciliaria al consultorio o de la fonda al “fast-food”.

    Esto constituye un movimiento análogo al que Ortega y Gasset denominó la deshumanización de las artes y que consiste en la creciente generación de obras de arte -novelas por ejemplo- que no abordan las preocupaciones del hombre común, sino que refieren únicamente la problemática creativa, interna, del artista.

    Y así como el hombre medio se siente cada vez menos retratado por su arte, intuye que las instituciones sociales -incluidas por supuesto, las de servicio- se dirigen cada vez menos al centro de su persona. Esto provoca una lejanía ambiental creciente que impacta en la personalidad y en la identidad misma del beneficiario del servicio.

    En este entorno de frialdad, la doctora Elizabeth Kübler-Ross(1) encontró un excelente marco para desarrollar la tanatología, una nueva disciplina médica orientada a estudiar y a acompañar el proceso de enfermos en estado terminal. Kübler-Ross describe la experiencia de miles de norteamericanos en enfermedad terminal abandonados por sus familiares en hospitales.  Y encuentra formas humanas de facilitar su paz en el tránsito de la muerte; formas que ya no tienen que ver con la técnica médica sino con la cercanía humana y que naturalmente debieron ocurrir en el seno de su propio hogar.

    Curiosamente, el cliente de un banco o una tienda de autoservicio, cuando espera ser tomado en cuenta visualmente o ser identificado por su nombre, también evoca y demanda de alguna manera la calidez de su hogar.

    Quizás por eso el sentido común haga suya con tanta facilidad una expresión sencilla y contundente que sintetiza el reto fundamental de los prestadores de servicios: “sentirse como en casa”.

    2.- Sobreespecialización

    La sobreespecialización constituye un segundo gran riesgo de la profesionalización de actividades de servicio, originalmente hogareñas.

    Esta se deriva de la predominancia de la parte sobre el todo que caracteriza a la mentalidad positivista y se traduce en el mundo del servicio en productos incompletos, mal coordinados o parciales, carentes de utilidad y de sentido para las necesidades complejas e integrales de una persona normal.

    Cuando es el paciente quien tiene que identificar al médico adecuado para su enfermedad específica o el antibiótico de la garganta produce dolor de estómago; cuando el aparato electrónico “no incluye las baterías” o el baño del hotel no funciona, “pero no es culpa nuestra, sino de los de mantenimiento”, en el predominio del análisis sobre la síntesis se pierde el sentido original del servicio: la persona humana.

    Hoy estamos llamados a reintegrar lo artificialmente dividido; a integrar, a través del trabajo interdisciplinario y de equipo piezas de un rompecabezas único que es el servicio integral.

    3.-  Mercantilismo

    El sentido utilitario y mercantilista de muchas de nuestras actuales industrias de servicio constituye un exceso vicioso de la profesionalización de los mismos:  una diferencia inicial y aparentemente de acento, que se transforma en cualitativa y esencial.

    La gente percibe de alguna manera -a veces abiertamente, otras a través de su desconfianza o apatía- esta priorización (imposición) del negocio sobre la persona.  Por eso desconfía tanto de los costosos tratamientos , incluso intervenciones quirúrjicas, que le recomiendan ciertos médicos, por eso repele el excesivo enfoque mercadotécnico de los hospitales privados y las agencias funerarias; por eso filtra automáticamente el contenido de los mensajes publicitarios; por eso sigue yendo al mercado y busca con tanta fidelidad a las personas que prestan los servicios, no sólo a las instituciones.

    En un medio en que se compra y se vende casi todo, agradecemos nuestro escaso y desgastado desinterés, el sentido original del servicio:  lo poco de caridad que nos queda.  Por eso admiramos tanto a las personas que, como Chinchachoma o Teresa de Calcuta, son capaces de respetar la dignidad de quien nada tiene y de servirlo, de ofrecer todo a los que no tienen forma de retribución posible.

    Entre el extremo del mercantilismo y la bendición del desinterés existe un profesionalismo ético al que podemos aspirar realistamente.

    No es posible pagar la calidez, sólo la logística.  Pagar el factor incondicional, ese “plus” intangible que el cliente espera en un servicio equivaldría por supuesto a condicionarlo y por lo tanto a destruirlo.  No es ético ni posible cobrar el respeto a la dignidad personal;  sólo debemos pagar lo que concierne a la envoltura material del servicio y pagarla a precios justos.

    Para alcanzar esta justicia ética en el cobro, los servidores profesionales tienen que aplicar un principio ajeno a la lógica y la mentalidad neoliberal: el de establecer sus tarifas no sólo desde la ley  de la oferta y la demanda, sino también desde la ley de la justicia.

    4.-  Sentido social y humano del servicio

    En este punto, valdría la pena retomar el agridulce cuestionamiento sobre la función social de las empresas de servicio.

    1994 despertó a México y a los mexicanos con una noticia que revivió muchos de sus retos ancestrales en este sentido:  especialmente el de la justicia social que, desde el punto de vista del servicio, podemos interpretar como incapacidad de nuestra sociedad para dotar a sus sectores marginados de los servicios más elementales.

    ¿De quién son clientes los desposeídos?

    ¿Cómo servir a los que nada tienen, a los que no pagan?

    ¿Quién está dispuesto a hacerlo?

    ¿Corresponde asumir responsabilidad en ello a los ciudadanos comunes y corrientes?, ¿corresponde hacerlo a las empresas de servicio?

    Preguntas como éstas, que trascienden la lógica del sistema, normalmente molestan.  Pero también son, quizás por su persistencia en la conciencia, claves de acceso que nos permitirán dar un mayor sentido de solidaridad y de justicia a nuestra sociedad y a nuestra empresa.

    Pero el cuestionamiento sobre el sentido social de nuestras empresas sólo es una parte del que se refiere en general a su sentido humanitario.

    Sólo la enajenación, con toda su suspicacia y capacidad manipulativa, puede imperdirnos ver las señales que constatan el impacto deshumanizante del mercantilismo en un tiempo que, paradójicamente, se autodefine como humanista.

    Sólo en esa falta de contacto con el espíritu propio es posible cegarse a ellas: Universidades convertidas en Institutos Tecnológicos,  Iglesias despersonalizadas y burocratizadas, comunidades vecinales y de amistad pulverizadas; la destitución paulatina de los espacios de ocio genuino y la prostitución comercial del mismo, la comercialización de la sexualidad humana, de la dignidad y de los sentimientos, la falta de creatividad.

    Es cierto que la tecnología médica y las estadísticas nos auguran hoy prolongar nuestra vida por un número mayor de años, pero también es cierto que nos falta aún llenarlos no sólo de días, sino de calidez y de sentido.

    Faltaría llenar todo ese tiempo -el de nuestros ancianos- de vida humana y esto también debe de ser preocupación de empresas y personas de servicio.

    LA DEMANDA ACTUAL DE SERVICIO

    Este entorno de deshumanización hace que la demanda actual de servicio se ubique no sólo en el ámbito de lo urgente, sino en el de lo importante; no sólo en el técnico, sino en el humano; no sólo en el terreno de la eficiencia, sino en el de la calidez.

    Una señal de ello la constituye la creciente demanda de los servicios profesionales de orientación y psicoterapia.  Los estadounidenses gastan 43 mil millones de dólares anuales en tratamientos antidepresivos(2) que en sus mayoría serían innecesarios en una comunidad más humana y empática, con mayor capacidad de escucha y cercanía:  con un genuino sentido del servicio.

    También en las peluquerías, las escuelas, las farmancias, las papelerías y los taxis los clientes demandan ser escuchados y recuperar el trato persona que es connatural a las comunidades pequeñas y a las familias.  Y esta es la razón profunda por la cual el servicio constituye una ventaja competitiva de estas empresas.

    La impersonalidad de la sociedad industrial contemporánea, su frialdad, impacta especialmente en la identidad de sus personas, tanto desde el punto de vista psicológico, en términos de autoestima, como en la dificultad para identificar su sentido de vida, que es de carácter existencial.

    Y es que la creciente velocidad de cambio de la modernidad nos impide visualizar el sentido del mismo, tanto a nivel personal como comunitario y organizacional.

    EL SERVICIO COMO PROPUESTA DE SENTIDO

    Pero así como la masificación e impersonalidad del servicio se asocia a la falta de identidad y de sentido en las personas, el servicio puede, al retomar su significado esencial contribuir de manera importante en nuestra búsqueda de identidad y de sentido tanto a nivel personal como social.

    Y es que una de las características fundamentales del sentido se su carácter trascendente. Viktor Frankl comprobó que en nuestro ser individual no se encuentra el sentido único de nuestras vidas; éste se encuentra en algún lugar ( persona, comunidad, proyecto, ideal, familia) externo a nosotros mismos y el servicio   constituye justamente la vía para vincularnos con estas instancias externas.

    Por eso, al tiempo que la modernización de nuestras instituciones de servicio enajena a la persona, es justamente a través del trabajo comprometido y ético en estas organizaciones que cotidianamente podemos dar a nuestra comunidad y a nuestro trabajo un mayor sentido humano.

    FINALMENTE…

    La historia reciente ha expulsado del hogar a las funciones de servicio y las ha llevado a instituciones sociales que le han dado profesionalismo y efectividad; pero se le olvidó enviarlo también con la dosis de estima y de contacto personal que los seres humanos necesitamos, más que del aire, no sólo para sobrevivir, sino para vivir y convivir plenamente.

    Pero en la vinculación que la sociedad globalizada hace de diferentes personas y grupos a través del servicio, existe una oportunidad magnífica para resignificar y dignificar nuestra vida cotidiana.

    Si todos nos vinculamos con todos a través del servicio, es pensable que incrementar la calidad del mismo pueda mejorar sustancialmente nuestra calidad de vida: contribuir en la labor de construir un mundo más amable para todos.

    Hoy podemos contar con lo mejor de los dos mundos:  disponemos cada vez de mayor tecnología para toda clase de servicios (salud, ahorro, hospedaje, educación, vestido) y lograr además dar al servicio su tradicional sentido humano.

    Podemos devolver calidez genuina a nuestro trabajo; entender que lo que producimos es sólo un pretexto para manifestar a los demás nuestro compromiso existencial.

    Asumir este reto, en el que debemos incluir a los sectores menos favorecidos de nuestra comunidad, constituye seguramente un paso para construir una sociedad más humana y más amable.

    Tal es, sin duda, el sentido trascendente del servicio:  un buen motivo para celebrar nuestra vocación.

    Notas al pié de página

    (1) Kübler-Ross, Elizabeth, la muerte: un amanecer, editorial luciérnaga

    (2) diario “Reforma”, 2 de diciembre de 1993

    (3) Frankl, Viktor, ante el vació existencial, editorial herder 

  16. La cuenta bancaria emocional y la letra chiquita del contrato

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    la cuenta bancariaSe ha dicho que las relaciones deben cultivarse, incluso que debe hacerse de manera cotidiana: lo que, como en muchos otros casos, no nos queda claro es cómo hacerlo.

    ¿Cómo cultivar una relación?

    Desde la metáfora de Stephen Covey, que relaciona cada interacción cotidiana con los retiros o depósitos de una imaginaria “cuenta bancaria emocional”, es posible responder a esta pregunta que posiblemente nos ha inquietado alguna vez.

    Imaginemos en primer lugar que toda interacción con cualquier persona supone una transacción en la cuenta específica –mancomunada- que tenemos con ella. Así, un “no se te olvide que debemos llegar temprano” o “te recuerdo que el reporte lo tenemos que tener antes de las doce” suelen considerarse retiros, mientras un “me adordé mucho de ti en mi junta” o “pásame a tu hijo para felicitarlo por su cumpleaños” constituyen normalmente depósitos.

    Este principio inicialmente no es demasiado complejo, pero como todo asunto bancario, suele complicarse cuando nos ponemos a leer el contrato con detenimiento, especialmente cuando observamos con lupa la letra chiquita del mismo.

    El resto de este artículo, específicamente lo que está escrito en cursivas, debe entenderse precisamente como la letra chiquita del contrato bancario emocional. Lo demás son sólo ejemplos o comentarios al respecto del mismo.

    1.- El valor de la transacción lo determina la percepción del otro. Esto significa que con la mejor intención de depositar podemos retirar, cuando hacemos algo que el otro no aprecia, no percibe o no requiere.

    2.- El cambio de divisa suele ser apreciado positivamente.  Cuando la manera de expresar nuestro afecto por alguien es siempre la misma, corremos el riesgo de que nuestras formas se devalúen. Es quizás el momento de buscar nuevos caminos de expresar nuestro afecto.

    3.- Los intereses crecen cuando ambos cuentahabientes depositan y disminuyen cuando lo hace sólo uno de ellos.  Este punto prueba cómo los contratos de los banqueros de la emotividad son aún más duros que los de los banqueros tradicionales. Cualquiera que sepa de finanzas entiende que se premie con intereses un determinado capital, lo que difícilmente se entiende es que el cajero se fije si el depósito está hecho por uno o ambos titulares de una cuenta necesariamente mancomunada: en el caso de los banqueros de la emotividad éste es, como prueba esta cláusula un factor que cuenta. Ni hablar.

    4.- La comisión por cuenta aumenta en razón directa al tiempo en que no se han realizado depósitos. El cultivo de una relación supone remar cuesta arriba. No podemos confiarnos por nuestro capital emocional, por alto que sea. Requerimos realizar depósitos continuamente. Cuando alguien, como yo, viaja de manera más o menos continua por razones de trabajo se habrá sorprendido de encontrar al volver a su casa menos capital emocional del que dejó al irse. Entenderá también que en la medida en que el viaje es largo o las llamadas poco frecuentes desgasta mayormente su capital emocional.

    5.- Cuando la cuenta está en números rojos se tiende a perder el sentido de la relación.   En esto radica el peligro fundamental de los números rojos. Una relación laboral o de pareja puede tener todo el sentido del mundo y sin embargo si la emotividad cuenta en negativo, no podemos verlo.

    6.- Los periodos largos en números rojos son difíciles de soportar y provocan la tentación de buscar nuevas formas de financiamiento.  Sin comentarios.

    7.- Aunque tenga derecho (e incluso obligación) de retirar, por ejemplo al corregir a un hijo o retroalimentar a un colaborador, sólo en la medida en que tenga capital en mi cuenta podré hacer efectivo mi retiro. Dicho de otra manera: si el cien por ciento de mis interacciones con un hijo son retiros (regaños, correcciones, repudios) es posible que éstos pierdan efectividad, que se devalúe la moneda de mis regaños. Mientras que si tengo capital emocional suficiente (por haber depositado con disciplina), mis regaños o retroalimentación tendrán más probabilidades de ser escuchados. No estaría de más contabilizar retiros y depósitos con personas específicas ¿cuánto deposité hoy? ¿Cuáles de mis interacciones diarias con mi pareja o hijos son depósitos y cuáles retiros? ¿Cuál es mi balance emocional del día?

    8.- Es difícil soportar una relación con alguien que retira continuamente sin abonar. Muchos tuvimos un amigo así. El que nunca nos buscaba, nos quería vender algo a fuerzas o hacía con nosotros proselitismo religioso: relaciones que quizás terminamos.

    También sabemos por experiencia que un alto capital emocional hace más llevaderos los momentos de crisis. Por eso cuando algo va mal, tendemos a refugiarnos y a retomar energía con aquellas personas que nos significan emocionalmente. Pero, tal vez lo más relevante que debemos recordar es que un alto capital emocional hace más “disfrutable” la existencia, que la vida es una fiesta y a veces sufrimos en ella, pero que vale la pena enriquecer con capital emocional la capacidad de participar en ella.

    Vivimos en un país cuyo déficit afectivo es cada día mayor.  Pero es responsabilidad de todos contribuir al pago del mismo dado que una sociedad, como una familia, se vuelve atractivo en la medida en que dispone de capital emocional.

  17. El alambrito ó de cómo los mexicanos estamos llamados a transformar nuestra creatividad en innovación

    Autor: Eduardo Garza Cuéllar

    el alambritoEn su “Catálogo de objetos imposibles” (Aura comunicaciones Madrid, 1990) Jacques Carelman muestra una colección fascinante, afanosamente elaborada durante años, de las más variadas invenciones inútiles: estuches para gatos y perros, brochas para pintar tubos, patines para ballet, zapatos con escobas integradas o cafeteras para masoquistas, que despachan café del mismo lado en que tienen el asa, muestran como el ingenio humano y de creatividad no siempre están ordenadas a la satisfacción de necesidades sociales o comunitarias.

    Independientemente de la fascinación que generan dichos objetos (el museo de artes decorativas de París dedicó una exposición a Carelman en 1984, su catálogo se ha publicado en francés y en italiano, y existen clubes de fanáticos de invenciones inútiles, que en japonés se llaman Chindogu, en casi todo el mundo), la singular colección del filósofo francés parece contener un mensaje especial valor para nosotros los mexicanos.

    Y es que aunque pocos dudan de la creatividad mexicana, es posible sospechar con fundamento de nuestra capacidad para la del paso de ser creativo a ser innovador. La innovación se entiende como la creatividad socialmente funcional, la que entra en el juego el rejuego de las necesidades de una comunidad y de sus posibilidades reales, generando productos que logran posicionarse a tal grado como satisfactores de una necesidad comunitaria concreta, que terminan de alguna manera transformando a la comunidad misma.

    Es sabido que los primeros planos de un helicóptero habían sido realizados en pleno Renacimiento por Leonardo, así como que el automóvil, que había sido creado previamente, sólo logró innovarse cuando Henry Ford generó una línea de ensamble que abarató el costo de producción de los automóviles y terminó haciéndolos adquiribles y deseables (viables) para la población. En ese sentido, Ford más que el creador del automóvil, es su innovador. Leonardo por su parte, pudiera considerarse el creador del helicóptero, pero no quien lo innovó.

    En el ámbito de las artes visuales, se sabe de muchos casos de creadores de la talla del célebre Vincent Van Gogh, que murieron pobres mientras sus obras rompieron irónicamente después de su muerte cifras récord en el mercado de las obras de arte. En el sentido de lo que nos interesa ilustrar, podemos afirmar que las obras de Van Gogh fueron innovadas mucho después de haber sido creadas. Por eso se suele decir de dichos autores que “se adelantaron a la sensibilidad de su tiempo”.

    En nuestro país fue Guillermo Porras quien propuso al alambrito como símbolo de improvisación y de incapacidad innovadora. En México, recordaba este premio nacional  de historia, casi todo se resuelve con un alambrito: los mexicanos no sólo logramos dejar con especial frecuencia las llaves dentro del coche (retando los fabricantes de automóviles que se han propuesto generar sistemas para que esto ya no ocurra), sino que afortunadamente contamos con alambres multiformes que nos permiten enmendar nuestra torpeza. Pero quién haya visto en un elevador a un mexicano que sustituye el tornillo de sus anteojos por un “clip”, sabe que los alambritos adquieren en México las más diversas formas y usos; que sirven también para suplir botones y agujetas, así como para “puentear” corriente eléctrica cuando se echan a perder los fusibles, reparar manijas, abrir puertas, limpiar dentaduras, colgar letreros, cerrar cajones, sustituir tornillos, sostener lámparas, etcétera.

    Somos indudablemente creativos (quien lo dude puede lanzarse a la ardua labor de realizar un conteo de alambritos improvisados por el país, o si su espíritu investigador llega más lejos puede crear el “IAI” (índice de alambritos improvisados), para hacer un estudio comparativo de México con otros países en esta materia). La verdad es que la historia reciente nos muestra que estamos llamados a ir mucho más allá: no sólo escuchar las necesidades reales de nuestras comunidades, tantas veces acalladas, sino a llevar nuestro potencial creativo a sus últimas consecuencias editando todos los libros que se nos ocurren (al menos muchos más de los que editamos), documentando el ingenio e inteligencia de nuestras empresas, reduciendo el “trecho” entre el “dicho” y el “hecho”, patentando y vendiendo las ideas que surgen todos los días en industrias operadas por mexicanos, “cacaraqueando” los huevos que ponemos cotidianamente, apoyando hasta el final a nuestros creadores, dándole viabilidad financiera y comercial a su probado ingenio, atreviéndonos a pensar y actuar en forma distinta, invirtiendo en investigación y desarrollo, y, en general, generando mediante la innovación en todos los ámbitos de la vida nacional -político, plástico, interpersonal, lingüístico, musical- un país más a la altura de nuestros sueños y nuestros valores.

Artículos de Fernando Caloca Ayala

  1. Asertividad

    Autor: Fernando Caloca Ayala

    asertividadEl verano de 1973, el biólogo y etólogo (especialista en comportamiento animal) austriaco, Irenäus Eibl-Eidesfeldt, registraba la vida cotidiana de una comunidad aborigen de Nueva Guinea. Y cuenta una anécdota antropológica interesante sobre los Eipo. Wulf Schiefenhövel su compañero y colaborador: alguna véz invitó a dos miembros de esta comunidad de cultivadores prehistóricos a sobrevolar y contemplar su territorio desde el aire.

    -¡Claro que sí!- contestaron- Pero, tienen que dejar la puerta abierta del avión.

    Wolf les preguntó: -¿Porqué quieren ustedes dejar la puerta abierta del avión?

    -Así, podemos mirar mejor hacia abajo.- contestaron ellos.

    Cuando llegó el momento del despegue ambos aborígenes acudieron a la cita con un montón de piedras en sus morrales.

    -¿Porqué quieren llevar eso?, preguntó el piloto.

    -Bueno, como vamos a volar por encima del Valle de Fa, donde viven nuestros archienemigos, ¡echaremos las piedras sobre su poblado!

    Por supuesto, que los Eipo se frustraron cuando el piloto les prohibió que subieran con piedras al avión.

    La anécdota nos hace meditar sobre el papel que nuestra agresividad juega en la cultura y específicamente en la forma que adoptan nuestras relaciones interpersonales ¿Porqué estos seres humanos (cultivadores prehistóricos) que iban a subir por primera vez a un milagro de la civilización técnica tuvieron como primer pensamiento agredir? ¿Pensaban, ellos, de manera moderna o nosotros, los “civilizados” seguimos siendo arcaicos?

    Aborrecemos el empleo de la violencia y condenamos la guerra,… pero conocemos en la actualidad cada vez mas casos de discriminación en el trabajo, de acoso moral o sexual, de violencia intrafamiliar, etc… En el tercer milenio muchos quieren la paz y algunos, sin embargo, piensan todavía en la guerra. ¿Porqué?

    Mas allá de la conveniencia económica que significa para muchos la guerra, la cuestión de fondo, me parece que tiene que ver con nuestra disposición permanente hacia el conflicto, siempre presente y amenazante en todas nuestras formas de convivencia humana. Los seres humanos tenemos quizás una relación ambivalente con la violencia: la aceptamos cuando tenemos que usarla pero la rechazamos si alguien más la usa contra nosotros.

    Los científicos de la conducta se han preguntado si la violencia se halla en nuestros genes. ¿En qué se basa nuestra disponibilidad a la violencia? Pero este enfoque (ir a las causas) del asunto también me parece insuficiente.

    Las relaciones humanas, vistas desde la óptica del desarrollo humano, no están exentas de conflicto.

    Otros científicos como los antropólogos culturales piensan que el conflicto forma parte de cualquier relación humana y que la evolución cultural puede ayudarnos a dar una respuesta que, entre otras, puede ser la de la violencia. Los terroristas por ejemplo, sólo usan la violencia y no ven otra alternativa para hacer valer sus prerrogativas en una cultura de dominación.

    Una primera clarificación importante quizá estaría en saber que la agresividad no es lo mismo que la violencia.

    Nuestra conducta requiere de una cierta agresividad, de una cierta carga emotiva para dar respuesta a los estímulos de nuestro entorno. Esto hace que todos tengamos cierta agresividad (podríamos decir, innata) con la que “atacamos un problema”, le “atoramos a un trabajo” o “hacemos un esfuerzo” por conseguir lo que queremos. La forma, sin embargo, que empleamos para lograr lo que queremos nos hace, a veces, entrar en conflicto con los demás y, en este sentido, es determinante la opción que nosotros tomamos conciente o no, para enfrentar los inevitables conflictos con los que a veces nos topamos.

    Incluso podemos decir que la agresividad humana es fuente de conflictos porque genera un esquema “agonístico” (de conflicto, de lucha) donde decimos: a toda agresión le debe corresponder una sumisión. Si yo grito, el otro se calla, si yo ataco, el otro se defiende.

    Es decir, la agresividad humana es la que genera conflicto. Pero la respuesta que damos a los conflictos no siempre tendrá que ser la violencia. Hay, desde mi punto de vista, cinco maneras de responder a un conflicto:

    1. Negárlo
    2. Huir de él
    3. Someterse
    4. Violentarnos y
    5. Construir a partir de él

    Si yo traduzco mis sentimientos, en juicios y actos contra el otro, la contraparte manifestará sus sentimientos ya sea de rechazo, de sometimiento, de huida o simplemente de negación. Mientras uno defiende sus derechos en contra de todos, el otro ignora sus derechos ó deja que pasen por encima de él.

    Lo que hoy vemos en muchas organizaciones y en muchas relaciones interpersonales es este esquema agonístico (de las cuatro primeras respuestas) en el que uno gana y el otro pierde. Incluso, dadas las condiciones de competencia laboral, el mensaje que el sistema económico nos da es: hay que ganar a como dé lugar, y si mi ganar es tu perder, ni modo: lo único que nos queda por hacer es tener más fuerza, más dinero o más poder. Esto ha generado una cultura de la acumulación, de la desconfianza, del temor, de la competencia deshumanizante, y el constante desprecio a los que no son como yo. Cuando no estamos dispuestos a salir de nosotros mismos y aprender de los sentimientos y las emociones de los demás tendemos a asumir que las cosas son como son y así tienen que ser.

    Pero la sobreviviencia no es lo mismo que la conviviencia. La sobrevivencia esta sometida a nuestros impulsos, la convivencia está sometida al corazón y a la razón. A la tesis, siempre se le opondrá la antítesis, pero el corazón y la razón intuyen la necesidad de una síntesis. El ser humano no sólo se conforma con las primeras cuatro maneras de responder. Busca trascender las formas “habituales” de responder y da una quinta respuesta: ser asertivo.

    El ser humano a lo largo de la historia, ha construido instituciones, formas inéditas o nuevas de conviciencia, ha creado formas únicas, diferentes, apasionadas y racionales que desafían el paradigma ganar-perder, tan arraigado en nuestra cultura, para lograr establecer un nuevo pardigma ganar-ganar, generador de una cultura de la generosidad.

    Desde la monarquía, la república o la democracia hasta la empatía, el perdón, o la capacidad de percibir nuestras emociones y ponerlas al servicio de nuestro desarrollo humano, son respuestas que nos ayudan a ver la necesidad de trascender la violencia (respuesta dañina) y optar por una respuesta constructiva.

    Entre gritar o callar será, mejor hablar. Entre ejercer derechos o ignorarlos será mejor, ser responsables de nuestras acciones. Entre cultivar un desgaste y chantajear, será mejor, tener respeto y tolerancia frente ala diversidad. Entre decir sí cuando, en realidad, queremos decir no, mejor será decir: “no quiero”. Entre aparentar que se sabe y no saber, será mejor decir: “no entiendo”. Entre juzgar o psicoanalizar a los demás, será mejor comprender y ayudar a que los demás descubran sus propios sentimientos. Entre decir cómo deben de ser las cosas para hacerlas, será mejor poner el ejemplo y dar confianza. Entre ser salvaje y ser civilizado será mejor tener inteligencia emocional. Los niños también requieren de desarrollar su inteligencia emocional. Los niños no son adultos chiquitos. Los niños con inteligencia emocional son más sanos, mientras que los niños sin ella son violentos.

    Todas estas intuiciones de convivencia que el ser humano ha descubierto y, que cada uno debe descubrir por sí mismo como necesarias para trascender y aprender de nuestros conflictos, son manifestaciones muy prácticas en las que se debe traducir nuestra ASERTIVIDAD.

    La ASERTIVIDAD es la habilidad de conseguir lo que quiero, sin pisar a otros, ni dejar que me pisen.

    La ASERTIVIDAD es una capacidad humana que me invita a superar las respuestas conocidas de agredir o quedarme pasivo. La ASERTIVIDAD es, en suma, un concepto útil de responsabilidad personal que nos permite asumir de manera constructiva el permanente conflicto al que podemos estar expuestos en nuestras relaciones interpersonales.

    Hoy, sabemos que la ética (asumir la vida con derechos y obligaciones) y la inteligencia emocional (ser asertivos con nuestros sentimientos) son un reto fundamental que tenemos que lograr para cumplir con la vocación a ser felices.